Cruzando la línea
La España rural empezó a vaciarse por más motivos de los que con frecuencia se dice o confiesa. Por otras razones distintas que las de un desarrollismo real y -a menudo- monstruoso; o el atractivo y reclamo de unas urbes que se industrializaban a pasos agigantados
El estreno de Las leyes de la frontera, película basada en una novela de Javier Cercas que nos remite a la España de mediados de ... los 70, da pie a reconsiderar lo que ocurría en aquella época. Un momento de nuestra historia en que este país pareció cambiar en pocos años lo que no había cambiado en varias décadas. Sin embargo, quizá no cambiaron tantas cosas ni tan rápido como -a veces- nos ha producido la impresión. Dicho film tiene de referencia no disimulada a aquel género identificado como «cine quinqui» que alcanzó -en su día- no poco éxito e impacto.
Despreciado por mucho tiempo como un subproducto que abundaba en desnudos, drogas y violencia, semejante crónica en imágenes de un periodo especialmente convulso ha sido reivindicada después. Y esa revisión positiva (o al menos benevolente) de ahora se justifica, hay que decirlo, por el retrato directo y crudo -pero bastante exacto- que hacía tal cine de una sociedad polarizada y cambiante. Un reflejo tan ricamente pegado a la realidad que, en la recreación algo esquemática de la película ya mencionada, se llega a echar en falta. No sabemos demasiado del mundo que rodea a los personajes, por qué están ahí o hacen lo que hacen, de dónde vienen, qué les está excluyendo y señalando respecto al proceso de aparente transformación en que la nación se había embarcado.
Todavía tenemos que terminar de asimilar y reinterpretar aquellos tiempos confusos. Una etapa en que tanto las barriadas periféricas como el horizonte de las ciudades se llenaban de gentes venidas -o expulsadas- del campo, de la ley y del orden inmediatamente anteriores. La España rural empezó a vaciarse por más motivos de los que con frecuencia se dice o confiesa. Por otras razones distintas que las de un desarrollismo real y -a menudo- monstruoso; o el atractivo y reclamo de unas urbes que se industrializaban a pasos agigantados y semejaban ofrecer condiciones de vida menos duras y opresivas que el agro. Escapar de éste era para demasiadas personas huir de la pasada contienda civil o de sus consecuencias. Y esto es algo que apenas se cuenta en las novelas y la historia de posguerra, quizá porque en su mayoría fueron escritas por los vencedores. Se suele ignorar, así, a toda la gente que se iba de los que habían sido sus hogares porque no podían seguir viviendo en el microcosmos de las aldeas, entre el odio y la humillación. Eternamente estigmatizados por la derrota, el fusilamiento de sus familiares, la vergüenza sufrida por sus parientes o ellos mismos. Tras el cliché de sometidos campesinos que tanta fortuna literaria hallaría -durante lustros- para referirse, por ejemplo, a los de Castilla, se encuentra el dolor acumulado en silencio por quienes tuvieron que volver a empezar allí donde la vida de los suyos había sido masacrada.
Paradójicamente, y por ruda que resultara la existencia en él, ese campo que se abandonaba disponía en muchos casos de garantías y servicios desparecidos en los últimos 40 años. Reconocerlo no supone nostalgia de nada y menos de la dictadura franquista. Son hechos. Los precios de las cosechas se mantenían artificialmente por parte del Estado; en un montón de núcleos rurales había escuelas, médicos, reparto casi diario de correo y hasta paraban los trenes; teléfonos no, uno para el pueblo entero. Porque el control y la persecución de los no afectos al régimen (o los que hubieran tenido contacto con ellos) era asfixiante y -en ocasiones- brutal. Bastante mayor en las pequeñas poblaciones que en las grandes urbes.
Dejar atrás la vigilancia y el tradicionalismo imperantes en las aldeas significaba -frecuentemente- cambiarlos por vivir a la intemperie en las márgenes de lo establecido: cruzar la línea y subvertir las leyes. Asumir, en definitiva, que borrar el propio pasado equivalía- también- a la renuncia del mañana; de una casa, un trabajo, una familia y un porvenir. Hoy en día, es de los surgidos desde dentro del sistema, de sus propios hijos y herederos, de quienes cabe decir que no saben qué futuro les aguarda; si conseguirán recuperar ese bienestar que la sociedad en que viven parece haber dado por perdido para siempre.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión