De corzos y hombres
La civilización humana es una frágil excepción que, o se preserva cada día con esfuerzo, o se arruina
Un corzo solitario trota por las calles, vacías, de Valladolid. Lo hemos visto estos días. Es fácil identificarse con esa mezcla de excitación y temor ... que intuimos, o proyectamos, en él. Nos recuerda a alguno de esos episodios de nuestra infancia en los que nos lanzábamos por calles oscuras, desafiantes, como si retáramos a algún cruel dragón agazapado tras las sombras. Para el corzo, el imaginario dragón quizás seamos nosotros. Pero no podemos dejar de ser lo que somos, ni dejar de ocupar nuestro lugar, salvo que queramos volvernos locos, o desaparecer. El antihumanismo que ve a los seres humanos como el virus del mundo es una enfermedad de la mente opulenta y urbana. Los hombres tenemos capacidad para reinventarnos, pero sólo hasta cierto punto.
En cambio, los pavos reales que han decidido salir de su Campo Grande para pasear por el centro de la ciudad, no nos ven como un peligro. Para ellos somos su público. Son titiriteros con plumas en busca de espectadores. Se han acostumbrado a lucir su abanico modernista –que en alguna vida pasada les diseñaron Alfons Mucha o Klimt– no sólo ante sus hembras, sino ante nosotros. Pero los teatros están cerrados también para ellos. ¿Y qué decir de esos ciervos que pasean su altiva elegancia por las calles de París, con un andar pausado, como si fingieran ir de compras? Más bien parecen una patrulla enviada a explorar la ciudad semivacía, quizás con la esperanza de poder hacerla suya.
Más allá de su insólito atractivo, estas realidades anómalas deben ser vistas como una tranquila, pero inquietante, advertencia: allí donde el hombre abandona su posición, lo salvaje se abre paso y se enseñorea del lugar. La civilización humana se construye a base de límites, fronteras y esfuerzo, y si nadie los defiende, el desorden irrumpe. Y a veces incluso cuando los defiende. Ya lo advirtió Horacio: «Por mucho que intentas alejar a la naturaleza con una horca, siempre vuelve».
El corzo, los ciervos y los pavos reales de hoy son apenas una avanzadilla. Pero sabemos lo que ocurre cuando el abandono es real, y no sólo aparente. Basta ver esos pueblos desiertos que, poco a poco, han sido conquistados, y devorados, por las malas hierbas y el deterioro. Su contemplación es de una belleza trágica. Nos recuerdan que la civilización humana es una frágil excepción que, o se preserva día a día, con presencia y esfuerzo, o decae y se arruina. Nuestra grandeza es siempre provisional y hay que sostenerla con el trabajo. Quienes, dándola por sentada, sestean con ensoñaciones, se despiertan un día sobrecogidos, atrapados por el caos de lo real. Y la hermosa belleza de la ruina y de lo salvaje ya no resulta tan poética.
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