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Así andamos… Jugando con la prescripción, dándole al botón, al borde de la expiración, para que todo renazca con un nuevo plazo, íntegro, como si ... nada hubiera pasado, como si todo lo ocurrido no fuera más que un tiempo desechable, una pérdida recargable de intenciones. Un modo de existir, de gobernar, tan plácidamente engañoso, como si los recursos (oh, esta polisemia procesal y naturalista) fueran inagotables, ajenos a la paciencia de descontar, uno a uno, los días de un calendario que ya no distingue meses ni años. Un modo de perpetuar las cosas que, aquí, en Quinta de Tierz, no puede generar entusiasmo alguno, pues la leña está limitada y el frío aún no ha escrito su última palabra, impresa en el vaho que se posa en los cristales por lo que se contempla el ruedo de la plaza de tientas. Espléndido de hierba, huérfano de embestidas.
Los gobiernos prorrogan sus presupuestos, antes de que las partidas de sus emolumentos caduquen. Mientras los científicos se esfuerzan en descubrir caminos en la genética y la farmacia para alargar la vida, la política exprime interpretaciones normativas para extender, indefinidamente, privilegios y leyendas. Al ciudadano le pillan las votaciones abriendo la última aplicación instalada en su móvil, así que, incluso los que gozan de un nivel cognoscitivo apto para entender de qué va la vaina, no se enteran del todo.
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En paralelo con esa prescripción, que igual extingue obligaciones que prolonga expectativas de derechos, la contraetiqueta de la democracia comienza a mostrar, con timidez, sí, pero con claridad, que las reglas del juego van a cambiar en un plazo medio, y que los parámetros con los que hasta ahora se han medido los estándares de regímenes sustentados en el valor de la voluntad ciudadana van a ser reformulados drásticamente, aunque la nomenclatura pueda esconderlo. Para no generar inquietud en el personal. Una fecha de caducidad que surge de la ecuación en la que se combinan las actitudes de quienes llegan a detentar el poder y las de quienes, sujetos a los algoritmos que manejan sus pantallas y los restos emocionales de su ADN ideológico, están dispuestos a dejarse llevar sin un mínimo esfuerzo en contrastar las responsabilidades que hay que exigir a un gobierno y las propias de gobernarse uno mismo.
Las consecuencias que el paso del tiempo imprime en la realidad son inevitables. Y también lo es el comprobar cómo su efecto, legal, político y social, parece pasar inadvertido. La prescripción permite la absolución por hechos reprobables. Quedarse en los fallos y olvidarse de los hechos probados es, también, un peligroso síntoma de la percepción selectiva de la realidad.
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