Cargando con las culpas del mundo (verano y cambio climático)
«No hace falta ser adivino para suponer, después de la dura experiencia del último año y medio, que la normalidad que tanto añoramos no volverá en mucho tiempo, puesto que se ha convertido en poco menos que una quimera en esta época de incertidumbres»
Raro verano éste. Tan extraño que hasta los Juegos Olímpicos -que finalmente sí que se celebraron- no han sido como los de antes. Desangelados. Con ... medallas, pero escaso brillo. Fútbol sin apenas público. Y un Barcelona en el que ya no juega Messi. Va a tener razón la consejera de Sanidad de la Junta cuando expresa sus dudas respecto a que la «nueva normalidad llegue en septiembre» e incluso no descarta la posibilidad de que entonces sobrevenga una «sexta ola» de la pandemia. Mientras que todavía no ha terminado la quinta. De modo que esperemos que no sea así, ya que -además- parece que los contagios afectan a un sector de población cada vez más joven.
Porque no hace falta ser adivino para suponer, después de la dura experiencia del último año y medio, que la normalidad que tanto añoramos no volverá en mucho tiempo, puesto que se ha convertido en poco menos que una quimera durante esta época de incertidumbres. También el verano está resultando algo atípico en su bochorno, si bien en Castilla y León no apretaron demasiado los calores en los últimos meses, dado que -como suele ocurrir en la meseta- la temperatura bajaba bastantes grados por la noche. Sin embargo, en esta semana pasada la noticia ha sido una ola de calor que persistirá hasta la siguiente. Sofocos y sudor como corresponde a un agosto que recuerda levemente los de antaño. A pesar de que -según dicen- en algunos lugares de la Península se alcanzarán temperaturas absolutamente inéditas, aun para este periodo del año. Y surge la pregunta: ¿Qué es ya lo normal y qué no? En materia de grados centígrados y de cualquier otra cosa.
El verano tiene esa facultad de asemejarse a sí mismo como ninguna otra estación; de mostrarse como si hubiera permanecido inmóvil y clavado en el sol; como si todos los veranos fueran un solo verano. Y de transmitir sensaciones que creíamos desaparecidas o evocar recuerdos antiguos. Pues verano es libertad. Noches cómplices, sangrías dulces, primeros bailes y besos. Una eterna verbena de luces y energía. Cuando éramos niños, fue en verano que aprendimos a jugar al escondite con las sombras, a perder el miedo. Y, aunque nos encontráramos bajo la opresión de una dictadura, fue también en sus mañanas cálidas que comenzamos a confiar en nosotros mismos o enfrentar sin recelos el futuro.
Hoy en día, hay lo que a veces parece un sospechoso afán de altos organismos -como la ONU, la OMS o el Fondo Monetario Internacional- por mantener atemorizado al personal. A menudo se nos anuncian catástrofes globales, crisis económicas, lluvias, sequías y plagas. Como en ocasiones se ha señalado, quizá cierta gente se haya vuelto 'conspiranoica' en tal contexto, puesto que produciría -al fin y al cabo- más impresión de seguridad pensar que los desastres que nos aquejan se deben a unos pocos y malvados millonarios (queriendo imponernos un nuevo orden mundial), que el descubrir que vamos a la deriva en lomos del caos más completo. O que nos hallamos ante un 'nuevo orden del caos'.
En cualquier caso, vemos que en algunos reportes se insiste en la responsabilidad del ser humano ante desafíos universales como el cambio climático. Y, más allá de la realidad de unas políticas o unos sistemas de explotación que deterioran irreversiblemente al medio ambiente, debe convenirse que determinadas aseveraciones son, al menos, discutibles. Así, aquélla -muy repetida durante los últimos días- que deriva de un reciente informe de la ONU y concluye que «el cambio climático es culpa de la humanidad».
Ello puede resultar perjudicial, no porque mueva a rectificar viejas y equivocadas ideas de desarrollo o de progreso (lo cual estaría muy bien), sino en la medida que arroja encima de la humanidad entera -sin distinción- un pesado lastre de culpabilidad y temor: tanto sobre los que agreden a la naturaleza como sobre quienes se esfuerzan en conocer sus secretos y protegerla. Lo que constituye un peso o condena inmerecidos para éstos. Pero, principalmente, nos aboca a un rumbo -marcado por el sentimiento de culpa- que apunta en dirección contraria a la fe en el avance humano y nuestro compromiso con la libertad.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión