Cañones y diplomacia
«La táctica de Vladímir Putin, el comisario político por excelencia convertido en gran zar tras el derrumbe del comunismo soviético, es la del estratega tranquilo, capaz de alargar el calendario bélico más allá de todos los idus de marzo»
Es ley refrendada por las crónicas más fiables de la memoria histórica: mientras rugen los cañones, la diplomacia, deseada y única solución de la barbarie ... humana, se echa a dormir. Sin embargo, ni la eficacia de los más hábiles apóstoles de la política y la negociación es capaz de remendar los dolorosos desgarros de una guerra sangrienta y curar las heridas abiertas con furor cuartelario por la barbarie que hayan sembrado sin piedad alguna los más salvajes generales en campaña. Ninguna otra calamidad colectiva ha merecido más literatura que la guerra, porque la gloria y la muerte se dan la mano en los campos de batalla más que en ningún otro territorio humano. Siempre le quedará al vencido el recurso a la leyenda para superar el dolor de la derrota tras el último combate.
Negociar, al cabo, es el arte de los vencedores para vencer convenciendo y sobreponiéndose a la frustración de los vencidos. En sus malabarismos literarios de soldado valeroso y escritor prolijo, ya devenido líder del más poderoso ejército libertador en aquellos años europeos de sangre, sudor y lágrimas, sir Winston Churchill logró convencer con su capacidad guerrera a los mandos aliados que debían aplastar a las últimas divisiones de Hitler leyendo las hazañas finales narradas en la crónica bélica de griegos contra troyanos que poetizó Homero en su 'Ilíada'. Antes de marcar la hora de su rendición, los generales hitlerianos más sensatos comunicaron a Churchill la asunción de un alto el fuego y su disposición para aceptar las condiciones de la misma, porque poner fin a una guerra exigía mayor valentía que ganarla, según el primer ministro británico.
Cien días de guerra no han sido suficientes, a pesar de las previsiones de ambos bandos, para zanjar la actual contienda ucraniana. La victoria rusa se da por consumada, sin embargo, al otro lado de las trincheras que han levantado sus soldados a lo largo del balcón ucraniano que mira a Crimea y a los mares de Azov y Negro. La conquista a sangre y fuego se ha consumado y solo quedan por conquistar allí los retazos de última hora, cuya cartografía los estrategas del Kremlin afinan estos días. La táctica de Vladímir Putin, el comisario político por excelencia convertido en gran zar tras el derrumbe del comunismo soviético, es la del estratega tranquilo, capaz de alargar el calendario bélico más allá de todos los idus de marzo.
Negociar, al cabo, es el arte de los vencedores para vencer convenciendo y sobreponiéndose a la frustración de los vencidos
Si el presidente ruso tuviera las dotes aristocráticas y las capacidades literarias del linajudo sir Winston Churchill, el exespía echaría mano del relato épico de la última batalla en 'Guerra y paz' para reivincicar la victoria del ejército ruso frente a la infamia narrativa de León Tolstói, quien da por vencedoras a las tropas de Napoleón en la batalla definitiva de una guerra infame, patraña ésta insoportable según las crónicas del patriotismo ruso. Los tiempos y su referente histórico han cambiado y, aunque no es probable que Putin lea a Tolstói, está obligado a denunciar las mentiras de occidente a la hora de revisar la carga de su propaganda contra la sagrada memoria rusa manipulada por aquellos antecesores del nazismo europeo.
A pesar del alto coste en vidas humanas y destrozos materiales pagado por la rendición de un ejército, el precio del heroismo que guardará la historia es mayor que esas pérdidas cuyo recuerdo forma parte de la leyenda. La masacre que puso fin a la Gran Guerra en 1919 (más de treinta millones de víctimas mortales en condiciones crueles en todas las trincheras) tuvo como punto final un armisticio cuyos pormenores e intereses cruzados jamás fueron resueltos. La pesadilla de aquella matanza de jóvenes combatientes, que fueron a la guerra guiados por un patriotismo deshusado, abrió nuevos caminos a la diplomacia europea, que inauguró un tiempo nuevo para el mejor entendimiento entre los países en guerra, referido especialmente al respeto de sus fronteras.
La Sociedad de Naciones, fórmula inicial de la ONU, estableció en el Viejo Continente su primera sede en Ginebra. Se ha celebrado ya el primer siglo de aquel inicio de diplomacia global que culminó en 1925 con el Tratado de Locarno, la ciudad suiza que hizo valer su vocación de neutralidad para resolver las graves discrepancias y el respeto a las fronteras acordadas cinco años antes por el Tratado de Versalles.
Ante las ondulantes aguas del lago Maggiore, los países en litigio aprobaron el respeto mutuo de sus fronteras «y el inicio de un periodo de paz universal y duradera», según consta en las actas de la reunión. Ese optimismo se rompió una década más tarde, cuando los líderes de los países más importantes (Gran Bretaña, Francia, Italia) en Stresa, ciudad italiana a orillas del mismo lago, firmaron un nuevo compromiso para evitar las posibilidades de un rearme gigantesco, prólogo de la Segunda Guerra Mundial iniciada por Adolfo Hitler. Nunca hasta hoy sonaron más a entendimiento y respeto a las leyes internacionales aquellos primeros acuerdos de paz universal que allí se fraguaron.
La hecatombe de la II Guerra Mundial y la diplomacia planetaria de bloques que desembocó en la ONU nunca permitieron una entente universal capaz de soldar los intereses de paz y evitar la guerra entre pueblos y naciones. En la sede de aquella cumbre memorable, la sala de musica del Palacio Borgomeo alzado en la cima de la isla Bella, se muestra el original de aquel acuerdo histórico y suenan los ecos de los grandes líderes, Mussolini, Laval, McDonald, que no lograron frenar a las divisiones acorazadas de Hitler.
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