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Un procurador que sale a votar con la papeleta en una mano, el móvil en la otra y los cascos en las orejas. Un grupo ... parlamentario entero que vota nulo para ver si así gana una batallita menor contra un rival que cruzaba ya el puente de plata. Un alcalde que llama mentiroso a «algún medio de comunicación» en un Pleno por una información que él mismo demuestra veraz dos meses más tarde. Un grupo parlamentario que le otorga un cargo a un tipo pasado de carácter y confía en que se comporte.
La clase política se ha inyectado Twitteridol en vena y el efecto que les ha provocado deja el del fentanilo como el mal viaje de un champiñón holandés caducado. Algunos de nuestros políticos deambulan por la realidad en estado de semiconsciencia, con el punto onírico que da la fiebre alta, como si todo fuera un acto de partido, un combate a doce zascas o un chupito de sobremesa con los compañeros, camaradas o correligionarios –según el punto del arco parlamentario– después de un congreso comarcal. Y con tanto furor de redes sociópatas se les olvida que hay ciertos espacios de la realidad que se escapan al 'todo vale'. Son los plenos municipales o provinciales, los parlamentos autonómicos, el Congreso y el Senado. Instituciones en las que estamos todos representados –el 97,53% de los que votaron en 2023 lo hicieron a partidos que hoy tienen al menos un escaño en el Congreso–.
Instituciones que merecen un respeto, más allá del teatrillo y de las discusiones políticas que deben darse, que para eso estamos en una democracia liberal. Que una cosa es llevar el teatro al hemiciclo y otra muy distinta convertirlo en un hemicirco en el que las payasadas no tienen ninguna gracia.
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