Sin alma
«El tiempo es un amigo que ordena la vida en estratos y te permite vivir el presente a condición de ir perdiendo el pasado en un vertedero de recuerdos»
No sabemos qué es peor, si no recordar las cosas que nos hicieron felices o recordarlas sin alma, vacías, deshidratadas. Con el paso de los ... años el frío se extiende alrededor nuestro y congela los recuerdos, empezando maliciosamente por los buenos. No perdemos el contenido, pero sí el paisaje que rodeaba los hechos y la viveza del sentimiento. Conservamos el nombre, la imagen, la crónica de los acontecimientos que acompañaron a las personas perdidas o distanciadas, pero quedan en la memoria como quedan las temperaturas o los olores en el recuerdo, como nombres neutros e insensibles, evanescentes y sin eco. Recordamos a los seres que quisimos, los premios que obtuvimos, las escenas estremecedoras que nos conmovieron, pero ya no los sentimos ni los vivimos con la luz y el fuego que poseían. Nunca más lo consiguieron.
El tiempo es un gran aliado de la memoria, mil veces enaltecido, y a la vez es su enemigo más rastrero. El tiempo no perdona, decimos, como decimos que hay que darle tiempo al tiempo o hay que matar el tiempo o, incluso, dejar que el tiempo nos mate. El tiempo es un amigo que ordena la vida en estratos y te permite vivir el presente a condición de ir perdiendo el pasado en una excavación o un vertedero de recuerdos. Esa es su función. Es su contribución para curarnos de la tristeza, de ese duelo que, al pasar a nuestro lado, nos va agrisando y envolviendo. El tiempo lo cura todo, decimos con cierta tranquilidad y algo de regodeo, porque va echando escombros sobre la memoria y arrastrándolo todo lejos del dolor, que es la cuna de todos los amores y todos los afectos.
Si atendemos a estos hechos, se comprende que la vida nos vaya cargando de memoria y vaciando poco a poco de recuerdos. Un fenómeno ciertamente paradójico, este de tener muy buena memoria con pocos recuerdos, pero que podemos entender si aceptamos que los recuerdos descoloridos y gélidos no son realmente recuerdos.
Sin embargo, la zona hirviente de soledad y nostalgia, que normalmente reposa sepultada bajo sedimentos apelmazados, bajo cascotes y despojos de la batalla cotidiana, a veces rebrota y nos abrasa. Puede ser una voz, una foto, una palabra, una postura de alguien que evoca un gesto conocido. Cualquier detalle intrascendente enciende un inesperado calor y nos devuelve los momentos que creíamos irrecuperables. Cuando reviven esos chispazos, los agradecemos de inmediato como un baño efímero de juventud que, transformado en un bautizo postrero y gratuito, consigue confirmarnos quienes somos y a qué historia pertenecemos. Aunque no siempre es tan favorable el resultado, pues si los fulgores de la memoria nos pillan a destiempo, entonces lo único que consiguen es abrirnos la herida y dejarnos de nuevo solitarios, sin alma y al descubierto.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión