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Vaya por delante mi disculpa, este artículo debería ir ligado al pasado Día de la Madre, pero uno tiene asignados los jueves y la estructura ... y programación de un diario se debe a urgencias mucho mayores. O si no, echen un vistazo a las últimas fechas y los dimes y diretes sobre energía, mentirijillas, papas, señores con el pelo naranja y otros jaleos de envergadura. Sabiendo esto, necesito expresarme sobre la deriva de las felicitaciones y demás pamplinas cuando son pertinentes. Miren, podría llegar a entender que le den la enhorabuena por Facebook en un cumpleaños a un conocidillo de tres al cuarto al que no se han encontrado desde primero de carrera, incluso a aquella tía segunda del pueblo que ven de Pascuas a Ramos como esa que me sigue llamando Alfonsito a pesar de mi provecta edad. Pero a una madre… Casi denunciable. Es más, si ha mandado un mensaje miserable a su progenitora a través del teléfono, aunque ella viva en Aguilar de Campoo y usted en Otero de Herreros, y no ha tenido diez malditos minutos para hablar con ella y agradecerle desde aquella bici de la Comunión hasta el consuelo y cariño permanente a partir del primer berreo en el paritorio, sus escrúpulos están a la altura de sus tobillos.
También están los que mandan su felicitación mediante las redes sociales a una madre que no tiene cuenta en ninguna. Supongo que lo harán para que aquellos que habitan en ese entorno cibernético les digan lo guapa que está y la suerte que tienen de seguir a su lado. A mí me da que lo adecuado es comer con ella en el Miguel Ángel, llevarle un buen ramo de flores de Bergamota y unas cremas de las que le encantan y le dejan el cutis como el culito de un bebé. Pero qué sabré yo, un tipo áspero y desabrido que ni siquiera pone su foto en el estado de WhatsApp con un texto al lado aseverando que es la mejor o la quiero mucho. Será por la superioridad moral que me otorga saber que mi madre no se ha apuntado a competición alguna y que, efectivamente, la quiero mucho, aproximadamente lo mismo que mi hermana. Se lo demostramos haciéndole perrerías y cosquillas en el sofá justo después de comer unas alubias de Saldaña de impresión. Cuando nos vamos, le damos sustos y unos besos sonoros de los que nos molestaban muchísimo cuando éramos pequeños y ahora nos hacen bastante gracia. Todo eso sin una ruin nota en internet haciendo gala de ella. Lo dicho, somos unos granujas.
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La verdad es que, ahora que lo pienso, debería replanteármelo. A lo mejor, observando el proceder de los últimos tiempos, en breve nos quedaremos sin Día de la Madre. Al del Padre le quedan diez minutos porque, claro está, los que no tienen, no lo conocen o lo han perdido, se sienten mal. Hay quien, con mando en plaza, dice que el disgusto hay que evitarlo en lugar de asumirlo; y en vez de aportar herramientas, arrasamos con lo que haga distinciones, aunque sean tan naturales como está. Lo que acabo de decir no es una opinión ni algo residual. Entren en la data de turno en Google y lean a prensa supuestamente seria cuestionando si tiene sentido seguir con este festejo en un mundo de familias con profundas diferencias en su formación. Me pregunto si pasaría lo mismo con aquellos que no tienen curro en el Día del Trabajo, si se sentirían agraviados y registrarían una iniciativa para renombrar la festividad como «Día conmemorativo de la posibilidad constitucional de optar a un trabajo remunerado en las condiciones mínimas imprescindibles aunque en el momento presente no se esté realizando la actividad laboral por circunstancias diversas». O algo así.
Recuerden: con el corriente ya vamos tarde, pero tampoco es necesario esperar al próximo mayo para darle un abrazo a su madre, compartir un café con leche y charlar sobre tonterías sin ningún peso. Lo importante es no dejar pasar el tiempo y, luego, intentar compensar con un comunicado a sus doscientos veintiséis seguidores hablando de devoción y poniendo el hashtag «mamá».
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