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Decía Rubén Darío que la princesa estaba triste y que qué tendría. Aquí hace siete años que llegó, no un príncipe, sino un rey. Un ... mago del esférico, una suerte de iconoclasta llamado a refundar las teorías futbolísticas, un fenómeno. Podría seguir con la tomadura de pelo, pero en su día todo nos parecían virtudes y frescura. Lo cierto es que el listón no estaba demasiado alto, y si no recuerden que un jugador que iba a ser fichado huyó de la ciudad en cuanto vio el destartalado gimnasio que yacía en las entrañas del grisáceo José Zorrilla. Además, el artista del balón ya no correteaba por el césped. Vestía un traje caro, a veces corbata y comentaba, cual exitoso telepredicador, que iba a cambiar el club de pe a pa. Incluso se atrevió a expresar, con voz queda, que en un lustro lo lógico sería que se jugase en Europa y se peleara por entrar en Champions. Sus mimbres y herramientas, decía, tenían ese objetivo.
En las películas funden a negro y esa es la escena en la que nos encontramos. El rey Midas de Río de Janeiro tiene un toque sombrío y dramático, como de villano de Marvel que arrasa con aquello en lo que decide posar su otrora dorada mano. No hay institución en la ciudad con la que haya establecido una relación que no haya sufrido derrumbes. Algunos dirán que el estadio exhibe mejor cara, y es cierto. Es posible, también, que la deplorable condición que presentaba se debiera a la infrafinanciación perpetrada por el anterior dueño del garito, ese al que se le escapaban los fichajes al enseñarles las instalaciones y pensar que eran un museo del horror. Pero eso no es óbice para pedir más a aquel que aterrizó con gestos de grandeza y proyectos legendarios. Y, ¿saben qué? Lo que tenemos en este instante es más pequeñez que nunca y una leyenda negra que jamás podremos evitar, la de este funesto 2025 fraguado a fuego lento en una montaña de decisiones interesadas y erróneas, de órdagos sin saber jugar al mus y de una superioridad mal entendida por parte de la cabeza visible, que no pensante, del conglomerado que adquirió el Real Valladolid y venía a convertir la ciudad y los alrededores del estadio de «un entorno como de la RDA a algo moderno, un legado». La frase no es mía, pertenece a David Espinar, al que no le niego la premisa, pero lo cierto es que la fase de mejora en la que nos hallamos es de apocalipsis zombi más que de lujo, pompa y boato. Dirán que está más bonito, pero para bonita la cara que se nos ha quedado a los aficionados después de esta miseria inacabable en forma de tortura deviniente de la presente temporada.
A mí que este señor esté más o menos en forma me la trae al pairo porque no va a estar en el verde driblando defensas. Lo que horada mi resistencia nerviosa es que haya transformado un club que no quiere en una inversión ruinosa y pretenda rentabilizar su incapacidad apelando a la identidad de una capital con los colores que aman. El baloncesto le importaba un cojón de pato, era un añadido a sumar a la cuenta el día que vendiera. Y, dado que era una rémora, pregonó su decisión de deshacerse de ella en el peor momento inclinando aún más el tobogán cuesta abajo que las parcelas deportiva y económica habían (mal)parido. Dudo que sepa que existe una sección femenina, de la que también se ha desprendido con presteza. Y si la conoce, aún es más indecente su hazaña, sus promesas de gloria y crecimiento desmedido.
Íbamos para Sinatra y nos hemos quedado en Chikilicuatre. Y ahí sigue, como un nieto desagradecido que jamás visita a su abuelo pero al que exige puntualmente la propina. El problema es que esta gratificación, que esperamos que llegue pronto, va a tener un coste de gravísimas secuelas. Quizá todo esto sea una reacción a la tristeza que le provoca, como a la princesa del inicio, que por primera vez su imagen sea denostada, que una ciudad reniegue de su llegada y que el mundo del fútbol, que una vez lo idolatró, use una interjección que durante su carrera era de asombro como una expresión de amargura y pena. ¡Oh…! Qué desastre.
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