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Alfredo Landa, a la izquierda, en una escena de la película 'Los santos inocentes', basada en la novela homónima.
Crónica de una sumisión infinita
'Los santos inocentes' (1981)

Crónica de una sumisión infinita

LAs novelas ·

El autor conoció en una cacería al protagonista de este libro, Azarías, «que habitó la memoria e inquietó la incertidumbre permanente de Miguel Delibes durante casi tres décadas»

Agustín Remesal

Valladolid

Sábado, 12 de diciembre 2020, 08:47

Como si el destino de un ser humano hubiera de recorrer el camino marcado por una hilera de hitos confusos, Azarías tiene una curiosa forma de contar: recita con precisión del uno hasta el once, y luego salta al 43. Ese protagonista radical de la novela 'Los santos inocentes', al que conociera su autor en una cacería, habitó la memoria e inquietó la incertidumbre permanente de Miguel Delibes durante casi tres décadas. Su primera versión del personaje, el cuento 'La milana' publicado en 1963, el mismo año en que abandonó la dirección de El Norte de Castilla, abrió la puerta del narrador al que él mismo llamaba «un cazador que escribe». Aquel esbozo de relato corto convertido en novela, la versión poemática de un personaje ingenuo, débil y casi bíblico que mascaba salivilla como si fuera materia prima de la nada, apareció al fin en 1981 cuando el escritor había ya empapado toda su obra de esa sabiduría cinegética que practicaba en sus ortodoxas cacerías «a rabo».

El argumento de 'Los santos inocentes' evoca, antes de cualquier otro eco, el drama antiguo de la lucha de amos contra esclavos y su desenlace fatal de un crimen, paradigma prescrito por los primitivos dioses de la tragedia. La narración es un interminable poema trenzado entre la sumisión y el despotismo, drama cocido a fuego lento y resuelto con un asesinato fulminante. En la tierra ingrata de un cortijo, que Delibes sitúa en uno de sus escasos comentarios sobre la novela entre Salamanca y Gibraltar, geografía incierta donde sobrevive gente del campo sumida en los caprichos de terratenientes insensibles, se cruzan las vidas de los campesinos misérrimos e ignorantes por decreto con la frivolidad de los ricos propietarios locales y los herederos compasivos de una nobleza de parodia que llegan desde la capital. Aquellos, se ríen mostrando sus encías descarnadas y hablan con los ojos puestos en la punta de las botas del amo; estos ordenan y mandan en el campo y en la intimidad de los hogares gritando a los sumisos que «andan con la perezosa», según dicen. Una marquesa ejerce su poder con tientos mesiánicos de redentora de los pobres analfabetos del cortijo, mientras el señorito de la capital, con las primitivas artes de un cazador cavernícola, impone sumisión e insulta a quienes le sirven las piezas tirando del cimbel para agitar al ave ciega que sirve de señuelo.

«'No invento ni investigo nada. Solo utilizo lo que la gente dice', declaró Delibes con la mirada triste y larga de un labrador, en una entrevista para 'Le Monde'»

agustín remesal

Sumidos en la desdicha de una sumisión inagotable donde solo la miseria prospera, los personajes del gran registrador de caracteres Miguel Delibes se ordenan en ese ínfimo universo trastocado, y cabalgan a lo largo y ancho de su poema épico sobre la sencillez barroca y las palabras justas que inflaman la novela. «No invento ni investigo nada. Solo utilizo lo que la gente dice», declaró Delibes con la mirada triste y larga de un labrador, en una entrevista para 'Le Monde' a la que me invitó mi amigo el periodista Ramón Chao. «Los personajes existen, yo he conocido a Azarías. Es la crónica de una tierra ingrata», afirmó allí arrastrado ya entonces por la marea de una melancolía creciente. En ella no existe ni fatalismo ni determinismo. Calificar su novela de realismo social, tan en boga entre cierta crítica acomodada de aquellos años del tardofranquismo, es un agravio semejante a mencionar a 'El Quijote' de Cervantes en una lista de libros de caballerías. Como en las grandes obras de la literatura, 'Los santos inocentes' está libre de recodos moralistas o políticos, pues solo es la fábula de un pobre inocente.

Se escuchan en la escritura delibesiana de esta novela, más que en ninguna otra de sus obras, los latidos del corazón de sus personajes reflejados en la precisión cronométrica de un vocabulario crudo, aunque sin estridencias. Cobra vida y certidumbre la narración en el lenguaje recuperado de un profundo castellano rural (arriate, escíbalo, zahareño, canilla, aguanoso), y los ruidos de la caza (pim-pam-pum, quiá-quiá, buhú-buhú) componen un diccionario exuberante de onomatopeyas. Lejos de ahuyentar al lector, esa riqueza léxica alcanza el grado máximo de una crueldad lírica. El castellano recio y el ritmo pendular de las palabras acentúan sin exhibirlo el grado de sumisión de quien la acepta. Estos santos inocentes no perecerán por la espada, sino muertos cada día bajo la degradación despótica de sus amos. El acatamiento de su destino es un grito susurrado en la voz remota de la Régula: «Qué le vamos a hacer… Estaría de Dios. Ae, a mandar, señor, que para eso estamos». Y la frase de una plegaria misericordiosa de Azarías recitada con un bisbiseo quebrado y mecánico, como si fuera el verso final de un salmo infausto: «Milana bonita, milana bonita…». La verdad y el drama están en la palabra. Todos se inclinan ante el amo excepto el idiota Azarías, porque él solo sabe contar hasta once y habla con las perdices y las palomas, pero no ha aprendido a humillarse.

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