
José María Guelbenzu
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José María Guelbenzu
La estirpe de un negrero y de una aristócrata en la Cantabria de finales del XIX ha quedado reducida en 2015 a una bebé y ... sus jóvenes padres. A conocerlos se acerca Jaime, su tío y protector en la distancia. Esas son las coordenadas de 'Una gota de afecto' (Siruela), la última novela de José María Guelbenzu (Madrid, 1944) con la que tiene intención de retirarse de la narración de fondo.
–¿Jaime es un misántropo transido por el exilio familiar?
–Un misántropo, sí. Tiene una herida por el desarrollo negativo de su afectividad. No tiene afectos, no los ha conseguido ni los ha buscado. Es una persona que trata no tener ninguna relación que implique compromiso y entrega. Por eso va de una mujer a otra sin más.
–Sin embargo hay una, Paulette, que rompe su regla.
–Hay una relación en la que sí decide avanzar pero está el detalle de que ella es mucho más joven. Esto tiene varias lecturas; una es la de que la quiere educar, 'pigmalionizar' y acercarla a su manera, buscaría una sumisa. Paulette llega a un punto en el que le resulta pesado un hombre que no es su mundo ni su generación. Le abandona y le deja tocado. Al final todas la mujeres le han hecho daño, desde su abuela, al preferir a su hermano, hasta la madre que, queriéndole mucho, sigue al tarambana de su marido, entre el hijo y el padre elige al segundo.
–¿La casa es metáfora de la decadencia del linaje?
–La casa es la zona de decadencia, no la cuidan ni la pueden cuidar. Es un lugar mítico para la familia donde se funda con el amor loco entre un indiano pobrete de la zona que vuelve rico y una señorita bien. La casa es simbólica pero más aún la existencia en ella de la pareja joven. Él vuelve no por el sitio, sino por la curiosidad de quién son los últimos, sus sobrinos, y se encuentra con una pareja de marcianos, la diferencia entre ellos es tremenda. Se siente atraído por la chica, por la relación con su sobrino, que tiene lo que él nunca tuvo. Le llama la atención cómo un hombre tan blandengue haya tenido la suerte de una Mercedes en su vida, que es, de nuevo, la mujer fuerte de esa casa. Eso le lleva a pensar en las razones de por qué él está solo.
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–El protagonista y su amigo hablan de un mundo que termina y del que viven observado desde fuera. ¿Hay algo de Guelbenzu en esa mirada?
–No, observo desde fuera pero me siento implicado también, me interesa entenderlo. Jaime sí pasa, hay que tener en cuenta que ha sido un ingeniero agrónomo de la FAO, ha viajado por el mundo, ha visto de todo en países subdesarrollados. Pero su obsesión, el conflicto básico de Jaime, sale en una conversación con su amigo Ramón. Ante una pregunta que le incomoda le da una respuesta que resume por dónde puede ir su soberbia: «Si la realidad no está de acuerdo conmigo, peor para la realidad». Es una persona suficientemente herida como para no aceptar la realidad y dar un paso más allá y querer dominarla. Y claro le sale mal.
–En la biblioteca de la casa están Huxley, Tolstoi, Clarín, Lovecraft, pero no Stevenson, James, Woolf, sus clásicos.
–No están los míos, no debieran estar en esa casa. Allí ha habido cultura por parte de la bisabuela y del abuelo y se corresponde con la literatura del XIX, mucha novela y poesía francesa, Maupassant, por ejemplo.
–¿No es un poco estereotipada la visión de provincias que refleja desde Madrid?
–No lo sé, lo miro desde Madrid. Voy a menudo al norte y he visto así a la provincia de Cantabria, es especial porque no tiene industria y el concepto de hidalguía les ataca. Provincianamente tiene un atraso por ejemplo respecto a Gijón.
–Su literatura narra, fabula, en un momento en que la hibridación de géneros y la autoficción pueblan las novedades. ¿Le interesan?
–Creo más en la ficción, que el escritor sea alguien que invente. Me fastidia soberanamente la autoficción que se lleva ahora, creo que es un problema de comodidad, de esfuerzo literario. A la gente esto de que sea verdad lo que le están contando le toca el lado chismoso, el lado personal de saber cómo son los demás y ese pacto con el lector que hace todo autor de que suspenda su incredulidad para creer lo que le están contando, desaparece. La gente prefiere que le cuenten cosas que han ocurrido, es casi un materialismo de la lectura esa necesidad de que sea cierto.
–¿El José María crítico aprende de los errores ajenos?
–Se aprende de los aciertos ajenos y a ellos te diriges para intentar superarlos, cometiendo toda clase de nuevos errores.
–¿Seguirá con su jueza Mariana de Marco o con otras novelas?
–La jueza está liquidada. Empecé por accidente y decidí continuar por tratar el carácter de una mujer no porque me fuera la policíaca. Creo que en esta novela la escritura ha estado cerca de la ambición, y ahora, a mi edad, dudo mucho que tenga empuje para superarla. Con ella creo que puedo irme de este mundo diciendo «por fin escribí una buena novela». Sigo preparando libros de críticas y misceláneas.
–Ha trabajado en la industria editorial desde distintas facetas, ¿qué le ha satisfecho más?
–Estar en la industria editorial fue mi sueldo, no voy a decir que fuera desagradable pero yo sabía que no podía vivir de la literatura. Entonces, mucho mejor en una editorial que en una fábrica de maderas. Pero lo que más me gusta es escribir.
–¿No se cansa de leer a otros?
–Siempre pensé que lo que quería ser era un holgazán dedicado solamente a leer. Ese es el paraíso y la vida paradisiaca para mí, demasiado cerrada, quizá. Leer a otros es como la vida.
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