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La poesía de José María Antolín (Valladolid, 1968) es un río que fluye de manera continua, pero subterránea. Un río con ojos, que de repente asoma y se desborda para exhibir su caudal. Y que también de súbito regresa bajo tierra. Y nos deja apenas ... un rumor. Un temblor. Así ocurrió, por ejemplo, en el año 1998, con 'El cuerpo del libro quemado', donde dos, tres, cuatro y hasta seis cuadernos de poesía confluían como muestra de un quehacer creativo generoso, casi torrencial. Y así vuelve a ocurrir ahora, veinte años después, con sus 'Elegías del Rio Brazos', escrito en su mayor parte entre el verano del 2012 y el de 2015, y publicado por la Fundación Jorge Guillén en su colección Maravillas Concretas.
Dice el cubano estadounidense José Kozer, autor del prólogo, que Antolín es un escritor «entre barroco y neobarroco». Un «poeta de la dificultad» que, al mismo tiempo, se muestra «conversacional y transparente». Antes que barroco, diría yo que es antirretórico. Y tanto como en la dificultad, en lo que se recrea, y se crece, es en la habilidad de caminar sin daño aparente sobre los «tajantes filos» de la realidad. Como un faquir poético. El dueño, en todo caso, de una escritura abrupta, intempestiva, sacudida por infinitas metáforas e imágenes superrealistas que irrumpen en su discurso de manera casi automática. Automática pero no por eso aséptica. Ni mucho menos inocente. Más bien lo contrario.
Tal vez antes que de imágenes, o metáforas, en el caso de José María Antolín de lo que deberíamos hablar es de visiones. Lo que la mente y el ojo del artista plástico dibujan con antelación a la propia expresión de la palabra. La opacidad o el desenfoque que produce la concurrencia, en el mismo instante, de dos «ahora». El ahora físico de la contemplación real y el ahora sobrevenido de la intuición visionaria. «La consabida segunda lección de zoología, la del yo turbio», dice el poeta. Un agua mezclada a la que el poeta consigue devolver la transparencia con una sola herramienta: «reducir el canal» por el que la voz transita. Un ejercicio de purificación que constituye una verdadera poética. La que se pregunta «cómo logra la luz diferenciar lo dicho en sombra de aquello dicho bajo lámpara». No es sencillo.
Como tampoco es sencillo encontrar esa «visión apocalíptica y a la vez serena» que detecta Kozer en la escritura de Antolín. La conciliación entre esos paisajes demolidos, oxidados, corroídos, periféricos que impresionan la retina del poeta y la mirada permanente, ya interiorizada, de los paisajes de la memoria. La abuela inmarcesible que vive en la Roma antigua que es Castilla. El canto de las cigarras en agosto. Jorge Manrique y Fray Luis de León en diálogo con David Jones y la neurociencia de Rosenzweig. Lo que no muda, porque ya es memoria, vital o literaria, frente a lo que está en permanente migración: granizo cambiante, colores cambiantes… sed infinita.
En el fondo, el recurso a la poesía para aliviar en lo posible la manifiesta dificultad de vivir: «Me gustaría que los que me aman vieran mis acciones secretas, sólo interpretadas para ellos». La posibilidad, en el trabajo de ordenar las palabras, de ordenar también en cierta manera el caos: «No cabe duda que el orden de la vida está siendo decepción debido a un silencio incomprensible del cosmos». La música de lo que se pronuncia frente al silencio de Dios.
Eso, y la conciencia no de apelar a la poesía, sino de ser apelado por ella. De mostrar, en el desierto de la precariedad sentimental, una inquebrantable «profesión de fe». La acción del «fuego transformador de la obra de arte, fuego blanco o turbio». De ejercer, con todas sus consecuencias, el oficio del canto. Canto en el que se mixturan la poesía y la música; esa música que sobrevive «a todos los cuerpos bellos». Y en el que confluyen también, hasta confundirse plenamente, la poesía y el conocimiento. «El reto máximo de pensar líricamente». Lo que María Zambrano llamaría las razones del corazón.
Y todo ello, además, con el sonido de fondo del discurrir del río Brazos, que en la turbiedad de la mezcla del agua real con el agua de la memoria, parece que suena igual que el discurrir del Pisuerga. O tal vez sería mejor decir –«cómo pierden el velo los ríos / cómo a nuestra empatía se desnudan»–, con el discurrir del Tajo de Manrique. «Nada vuelve hacia atrás o será corregido». Ríos de poesía que buscan afanosamente el sonido del mar.
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