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Jean Marie Le Clézio, a la izquierda, junto a Carlos Granés y Mario Vargas Llosa, ayer durante su intervención en el Hay Festival. Antonio Tanarro

Dos habladores ante el eco del mundo

Jean Marie Le Clézio y Mario Vargas Llosa desgranaron sus trayectorias paralelas, reconocidas ambas por el premio Nobel

ANGÉLICA TANARRO

Lunes, 29 de septiembre 2014, 19:54

Dos premios Nobel con trayectorias cruzadas que se sentaron ayer bajo las bóvedas góticas del aula magna de la IE Universidad a contar una parte muy pequeña del tejido de su existencia, ante el auditorio más masivo que tendrá con toda seguridad esta edición del Hay Festival. Dos septuagenarios que aprendieron de niños que escribir era una forma de combatir el miedo. La voz de Vargas Llosa, que no ha perdido energía con el paso del tiempo, ha sonado ya en otros escenarios de este Festival. La de Jean Marie Le Clézio se estrenaba en este ámbito, con su español aderezado de fuertes acentos, como corresponde a alguien cuya familia conoció orígenes geográficos diversos. Le Clézio, francés de Niza, con parientes oriundos de Isla Mauricio y padre británico es un europeo que miró a Latinoamérica y se enamoró de su cultura. Vargas Llosa, un peruano convencido desde su adolescencia de que Europa, concretamente París, era la única manera de llegar a ser escritor.

Carlos Granés (Bogotá, 1975) antropólogo y ensayista tenía la tarea de conducir su charla. Se fijó en las coincidencias de unas vidas a veces paralelas y empezó por donde empieza toda aventura literaria: por una infancia en ambos casos marcada por la ausencia del padre. El de Le Clézio, médico militar, atrapado en Nigeria durante la Segunda Guerra Mundial. El de Vargas Llosa ausente a causa del divorcio de sus padres. Cuando a los ocho y diez años ambos se reencontraron con sus progenitores conocieron el paso de la libertad a la autoridad severa y con ella el miedo. Y ambos descubrieron pronto que escribir (reescribir la realidad, al fin) era una buena manera de combatirlo.

«Aún hoy cuando siento miedo reconoció Le Clézio escribo. Nunca he sentido el vértigo de la página en blanco. Al contrario, siempre es un gozo».

La radical oposición del padre del autor de Conversación en la catedral a que su hijo se convirtiera en escritor fue decisiva para él: «Me aferré a mi vocación literaria como una forma de resistirme a su autoridad. Una forma cobarde de resistirla», confiesa.

El de Le Clézio, retratado en El africano, simplemente ignoró el oficio de su hijo. «Nunca me enteré de si alguna vez leyó algo de lo que yo había escrito».

Y en los dos la experiencia de haber convivido o conocido de cerca culturas indígenas encendió la mecha definitiva de sus libros. Para el escritor francés fue el encuentro casual con un grupo de indios embera que se cruzó en Panamá. Su atavío profundamente estético, su forma de estar entre inocente e irónica le llamó tanto la atención que acabó visitando sus aldeas y residiendo junto a ellos tres años. De allí era Elvira la contadora de cuentos a la que, entre otros, dedicó su discurso de recepción del premio Nobel.

«Descubrí que esta gente tenía una lengua literaria no escrita que utilizaba para contar sus cuentos y sus epopeyas, muchas veces relacionadas con los conquistadores españoles. Este corpus de literatura oral me fascinó. Uno de esos días en que se contaban cuentos llegó una mujer que vivía sola, iba por las casas, se emborrachaba y entonces comenzaba a contar sus cuentos.Los interpretaba como si fuera una primitiva función. Me parecía que estaba ante el comienzo de la literatura».

Aquella experiencia le permitió superar una crisis. «Me preguntaba a menudo escribir para qué, ¿de qué sirve? y ahí encontré la respuesta ante esos cuentos que restituían los sonidos comunes. El eco del mundo». Lo mismo que para Vargas Llosa supuso la historia del hablador machiganga que le contó un misionero protestante durante un viaje a la Amazonía. La tribu machiganga se vio marginada y dispersada en múltiples aldeas que quedaron desconectadas. Lo único que las mantenía unidas era la figura del hablador, un personaje que recorría las aldeas llevando noticias y contando los cuentos de la tribu. Era su alma y su conciencia. Su novela El hablador es el resultado de aquella historia.

Y así fue como estos dos escritores reconvertidos en habladores encandilaron al auditorio, que se vio obligado a desalojar el aula cuando sentía que aquello no había hecho más que empezar.

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