Al margen de otras consideraciones relacionadas con los protagonistas del caso (específicamente con su poder empresarial, institucional y mediático), conviene detenerse en varias cuestiones. Primero, Silván debería ser consciente de que los artículos 132 y 133 de la Ley de Contratos del Sector Público aluden expresamente a dos condiciones que con esa breve llamada bien pudo echar por tierra: los principios de igualdad, transparencia y libre competencia y el deber de confidencialidad. No es menor, pues, la llamada telefónica ni su contenido. Tampoco que el alcalde de una ciudad aparezca vinculado a un caso de esta envergadura, cuyo supuesto cabecilla permanece encarcelado preventivamente y aguarda juicio por el caso Gürtel. Ni es menor que, como aseguraba ayer en rueda de prensa, no reniegue de las personas con las que habla, expresándose en estos términos: «Soy un responsable público que hablo prácticamente con todo el mundo, hablo con directores, editores, dueños y profesionales de los medios de comunicación, hablo con miles de empresarios de todos los sectores, hablo con todo el mundo». Todos iguales y todos en el mismo saco. Pero no, no es cierto. Ni todo es lo mismo (no es equiparable su llamada con la del consejero de Fomento, como aclaró ayer Suárez-Quiñones) ni todos son iguales.
Segundo. No parece apropiado comparar, como hizo Silván, estos hechos con atender la petición de un empresario local que le solicitó rapidez en la concesión de una licencia. Es como equiparar el interés de un profesor por un alumno al que ayuda a superar una asignatura con otro profesor que, en el transcurso de una prueba en una oposición, llama a uno de los participantes fuera del aula para advertirle de que algunas preguntas no las está contestando correctamente. Nada que ver.
Y tercero, aunque el alcalde remarca que no está implicado judicialmente (sí policialmente) en la trama como cargo investigado, lo cierto es que la opinión pública no pide cuentas a sus representantes solo en función de decisiones procesales. Por eso, sea esa conversación telefónica un hecho judicializable o no, extremo que en todo caso tendrá que decidir el instructor, los ciudadanos aplicarán su propio criterio moral y político fijándose en otro marco de valores. Y ese criterio será, muy probablemente, decisivo cuando llegue el día de tomar decisiones de tipo electoral en las urnas. No necesariamente para castigar, ojo. Llevamos tiempo comprobando cómo revelaciones mucho más graves, corrupciones de libro, no han desencadenado rechazos electorales drásticos. A veces incluso ha sucedido lo contrario. Con todo y con ello, la clase política, y Antonio Silván de manera especial en estos momentos, debería haberse dado ya cuenta de que esos mismos ciudadanos no se lo tragan todo, incluso cuando conviven en un paisaje mediático como el que está quedando en evidencia estas semanas de estruendosos silencios en importantes medios de comunicación de la región.
A un cargo político no se le pide que sea perfecto, pero sí que asuma sus responsabilidades. A veces explicando, a veces disculpándose, a veces cediendo, a veces apartándose. Política es también el arte de saber reaccionar. Por ahora, Silván ha decidido arropar todo lo desvelado bajo el concepto 'normalidad'. A lo mejor acierta. Pero hasta un niño de cinco años sabría que lo que viene sucediendo en torno a la madeja del caso Enredadera es cualquier cosa menos normal.
Es aventurado adivinar cómo terminará sustanciado este episodio ni qué respuesta darán los castellanos y leoneses a sus múltiples derivadas. Pero a fecha de hoy no parece que exista demasiado asombro generalizado ni escándalo ni tristeza por todo lo que, a la luz al menos de lo que los casi 8.000 folios de sumario van descubriendo, viene constatándose. Esto es, que algunos cargos políticos, algunos empresarios y algunos medios de comunicación propiedad de estos empresarios han mezclado sus papeles sin el debido escrúpulo y, desde luego, poco preocupados por el interés general. Casi siempre eso es lo grave de verdad: no lo que pasa, sino lo que no pasa.
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