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Vista general de la iglesia de San Andrés de Torre de Peñafiel. / AGAPITO OJOSNEGROS
Un lugar con vistas al infinito
VALLADOLID

Un lugar con vistas al infinito

Torre de Peñafiel es un excelente mirador sobre las Riberas del Duratón

AGAPITO OJOSNEGROS

Sábado, 17 de enero 2009, 02:04

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Torre de Peñafiel, un lugar cuyo nombre alberga pocas dudas. La historia ha nombrado de diversas maneras a este hermoso paraje ribereño, que en el pasado fue conocido como Las Aldehuelas y La Torre de las Aldehuelas. Su situación privilegiada ha marcado siempre su destino. En la Edad Media, al ser el alfoz de Peñafiel un enclave fortificado y estratégico en la frontera del Duero, la toponimia de este municipio da a entender la existencia en él de una torre para vigilar ese paso atemperado por la proximidad del río Duratón. A la izquierda de su cauce, en pétreo material de construcción, se erige el caserío en la ladera que asciende hacia el páramo, con una inmejorable panorámica de las riberas y del generoso valle. En días despejados, la vista alcanza Somosierra y Guadarrama. El cambio de estaciones es un regalo para los ojos.

La historia de esta localidad está estrechamente ligada a la Comunidad de Villa y Tierra de Peñafiel. En su memoria han quedado escritas repoblaciones, vasallajes y donaciones, idénticas a los que afectaron al resto de la comarca, que perteneció al monasterio burgalés de Arlanza en el año 931 y, más tarde, al cenobio burgalés de San Pedro de Cardeña. El asentamiento definitivo de gentes de otros lugares lo llevaría a cabo Sancho García en el 1010, cuando se conforma la citada comunidad de villa y tierra peñafielense.

A mediados del siglo XV ese vínculo territorial con Peñafiel lo finiquitan villas como Canalejas, Fompedraza, Manzanillo, Molpeceres de Yuso y Suso, Oreja, Padilla y la propia Torre, que tras rubricarse en Olmedo una provisión, se convierte esta demarcación en señorío jurisdiccional independiente con naturaleza de villazgo.

Argumentos para visitar Torre de Peñafiel existen y no son pocos. El primero, el templo barroco levantado en mampostería en honor de San Andrés entre los siglos XVII y XVIII. De una sola nave, se cubre con bóveda de arista, y la capilla mayor, lo hace con techumbre de yeserías del XVIII.

No es baladí la oferta natural de los alrededores que invitan al disfrute de unos paseos que conducen, en suave ascensión, hacia el páramo, o, en sentido contrario, hacia la ribera, donde aplacar la canícula con un chapuzón en el Duratón. En su gastronomía reina el lechazo asado en horno de leña. El acompañamiento líquido, para seguir arrodillado, un excelente Ribera del Duero de los muchos que existen en la zona. Rosquillas y repostería tradicional son manjar obligado durante las fiestas que, en honor de San Antonio de Padua y de San Andrés Apóstol, se festejan el 13 de julio y el 30 de noviembre respectivamente.

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