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Marinas, en 1910. / FOTO DE 'LA ILUSTRACIÓN ESPAÑOLA'. FONDOS DE LA ACADEMIA DE ARTILLERÍA DE SEGOVIA
El escultor de San Millán
| ANICETO MARINAS |

El escultor de San Millán

PPLL

Domingo, 16 de marzo 2008, 02:03

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Aniceto Marinas tiene una ruta en Segovia. La que marcan sus monumentos. La estatua de Juan Bravo (1922), el busto de José Rodao (1927) y el monumento a Daoiz y Velarde (1910) forman un eje que debe partir de los Jardinillos de San Roque. Allí hay un busto de Aniceto ya anciano, pero no es obra de él sino de Mariano Benlliure, que lo cinceló en bronce en 1953, al poco de morir el artista. Esa cabeza está muy cerca del lugar donde vino al mundo, porque Marinas nació en el número 16 de la calle de los Caballeros (hoy del Escultor Marinas), el día 17 de abril de 1866.

San Millán es entonces un arrabal de humildes trabajadores, como el propio padre de Marinas, un modesto bracero encargado de acarrear arena para las obras, a lomos de un borriquillo. Segovia vive postergada, hundida en el recuerdo de sus viejas glorias. La industria de paños hace años que naufragó; el Alcázar lleva cuatro años arruinado, cubierto por la maleza que crece entre las piedras ennegrecidas por el incendio; y la ruedas hidráulicas de la Casa de la Moneda están a punto de detenerse para siempre.

Cuenta Mariano Grau que la infancia de Marinas discurre en medio de la escasez de recursos que aquejaba a las familias menestrales. El muchacho se ve obligado a abandonar la escuela a los ocho años y emplearse como monaguillo en la Catedral para poder contribuir con algunas perras a la maltrecha economía doméstica. El pequeño, tímido y apocado, estudia música, aprende a tocar el violín y forma parte del coro de la seo, pero hay una vocación que se agita en su interior y que descubre modelando con sus dedos infantiles figuritas que compone con la cera derretida de los velones del templo.

La primera oportunidad le llega a Marinas de la mano de Fernando Tarragó, escultor-decorador que interviene en la reconstrucción del Alcázar de Segovia, iniciada veinte años después del incendio de 1862. El joven aprende durante dos años en la Escuela de Artes y Oficios, y la Diputación Provincial le concede una beca que le permite trasladarse a Madrid para estudiar escultura en la Escuela Superior de Bellas Artes, donde permaneció entre 1884 y 1888 antes de marchar a Roma pensionado. En Italia trabajó cuatro largos años y allí cosechó éxitos de resonancia internacional, como las medallas obtenidas en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1890, en la Exposición Internacional de Munich en 1891 o en la Exposición Internacional de Madrid de 1892. En esta etapa esculpió el joven genio una de sus mejores obras, el Monumento a los héroes del Dos de Mayo, ubicado en Madrid.

Regresado de Roma, Marinas se instala definitivamente en la capital española e inicia una carrera meteórica que lo convierte en uno de los artistas más importantes del momento. En 1899 gana una nueva medalla, la primera de la Exposición Nacional de Bellas Artes, con una estatua dedicada a Velázquez. Cuatro años después ingresa en la Real Academia de Bellas Artes. Aniceto sólo tiene 37 años, pero en el discurso de entrada deja muy claras sus ideas, basadas en el respeto de la línea y en la preocupación por el rigor anatómico frente a las nuevas tendencias que empezaban a despuntar. No obstante, en 1903 Marinas ha dejado ya de lado la etapa clasicista que cultivó en Roma por influjo de los grandes genios del Renacimiento y camina de lleno en otra denominada monumental porque en ella esculpe los grandes monumentos que hoy salpican el callejero español, según Mercedes Barrios. La patria está dolorida por la pérdida de las últimas posesiones de ultramar, y las calles se llenan de estatuas que refuerzan el sentimiento de pertenencia a una nación en horas bajas. Los dedicados a Eloy Gonzalo 'Cascorro' (1902), 'La Libertad' (éste, en 1905, dentro del Monumento a Alfonso XII en el Retiro madrileño), a Daoiz y Velarde (1910) y a las Cortes de Cádiz (1913) son algunos de los trabajos que el artista firmó durante los primeros años del recién inaugurado siglo XX.

Cuando esculpe el Monumento a Daoiz y Velarde con motivo del centenario de la Guerra de la Independencia, Marinas ya es un escultor cotizado. Su amigo, el periodista José Rodao, escribe así de él en EL NORTE DE CASTILLA del 16 de julio de 1910, al día siguiente de que Alfonso XIII inaugurara en la explanada del Alcázar de Segovia una de las obras cumbre del escultor: «Hoy será motivo de honda satisfacción para la Diputación de Segovia -que en 1884 pensionó a Marinas para que diera comienzo á su carrera artística- el triunfo últimamente conquistado por el segoviano insigne, que teniendo legítimo derecho para sentirse orgulloso, es modesto y es humilde, haciéndose por estas cualidades merecedor del cariño de sus paisanos». Aquel día, y en presencia del rey Alfonso XIII, el estamento militar anunció la concesión a Marinas de la Cruz del Mérito Militar.

Rodao subraya el carácter modesto y humilde del artista, virtudes que atesoró toda la vida y que ratifica Antonio Horcajo, biógrafo de Marinas, cuando se refiere a «la ética que se desprendía de una religiosidad profunda y sinceramente vivida, el ascetismo de sus costumbres, la ausencia total de vanagloria y ningún atisbo de engolamiento cuando toneladas y toneladas de pavoneo se almacenaban en tantos artistas mediocres». Verdaderamente, Aniceto Marinas vivió entregado al estudio y al trabajo, sumergido en interminables jornadas en la soledad de su taller madrileño.

Siempre sostuvo el artista que el Monumento a las Cortes de Cádiz esculpido con motivo del centenario de la primera Constitución española era su mejor obra. Ubicado en la plaza de España de Cádiz, la escultura representa un hemiciclo y un sillón presidencial vacío. Diversas inscripciones jalonan la parte alta, y en cada brazo descuellan las estatuas ecuestres de la paz y la guerra, ambas en bronce. En el centro del monumento hay una pilastra coronada por varias figuras alegóricas que sostienen el texto constitucional. A los pies está la matrona España y dos grupos escultóricos que simbolizan la agricultura y la ganadería.

La polémica

Marinas no fue un hombre polémico, pero la polémica rodeó la erección de la estatua de Juan Bravo en 1922; no sólo por el resultado final de la obra -que también- sino por el lugar elegido para ubicarla, la plaza de las Sirenas, uno de los rincones más hermosos de Segovia. Contra el emplazamiento firmaron Antonio Machado, José Ortega y Gasset, Ignacio Zuloaga o Julio Romero de Torres. Entendían que la escultura en bronce del comunero castellano destrozaba la armonía del lugar. El joven periodista Ignacio Carral fue el más combativo, incluso con la obra de Marinas, a quien culpó del desaguisado estético. Carral dedicó un opúsculo al monumento, al que calificó de «maniquí» y «pelele de bronce».

Lo cierto es que los jóvenes renovadores ya no entendían el arte de Marinas, «lleno de gestos descomedidos, de puntas de espadas y de astas de banderas». Las vanguardias y la renovación estética irrumpían en todos los órdenes de la vida. Igual que Rodao en la literatura, Marinas siempre huyó de las novedades, del modernismo primero y de las vanguardias después «porque creo en verdad que para avanzar hay que retroceder, aunque parezca paradoja», llegó a decir.

Pero Marinas no perdió el favor de la crítica. Su obra volvió a ser premiada en 1926, cuando recibió la Medalla de Honor en la Exposición Nacional de Bellas Artes por su obra 'Hermanitos de Leche'. Unos meses más tarde, el escultor labraba la cabeza de su amigo José Rodao, fallecido un día de enero de 1927. El busto fue colocado en los jardines de Los Huertos, aunque años más tarde se trasladó al paseo del Salón.

De su última etapa, la más íntima, son las imágenes 'Soledad al pie de la Cruz' (1930) y 'El Cristo en su Última Palabra', ambas regaladas por el propio escultor a la parroquia donde fue bautizado. Cuando talló el Cristo, Marinas tenía 81 años. Enfermo y agotado, murió el 23 de septiembre de 1953. Revela Mercedes Barrios que en su taller daba forma a una nueva estatua del Sagrado Corazón para el Cerro de los Ángeles. Murió, pues, con el cincel en la mano.

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