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JORGE PRAGA
Lunes, 29 de octubre 2007, 05:03
ES difícil imaginar en los tiempos actuales a un artista tan complejo como Pier Paolo Pasolini. No sólo porque su arte fue hijo de su época, de sus problemas y horizontes, sino porque la producción cinematográfica está ahora mucho más centrada en la rentabilidad inmediata, y el público escasea cuando a la pantalla accede un autor de personalidad no transparente. No es que sus películas no triunfaran, es que posiblemente no se llegaran a realizar. Alberto Grimaldi es pasado.
Para viajar hacia la obra de Pasolini conviene buscarse un buen equipaje contextualizador. Lo necesita la trilogía de la vida, compuesta por 'El Decamerón', 'Los cuentos de Canterbury' y 'Las mil y una noches', rodada poco antes de su muerte. Aunque han pasado poco más de treinta años, casi todos los condicionamientos y objetivos con que opera Pasolini están alejados de la actualidad, lo que puede llevar a confusión o desvío.
Primero, el sexo: las tres obras están sembradas de un erotismo explícito, que en parte proviene de los textos literarios, y que en los ojos de Pasolini deviene un instrumento liberador y revolucionario. El sexo como alegría que corroe jerarquías sociales, el sexo que no se disuelve en el amor o en el comercio o en el temor. Luego, como envoltorio u horizonte del sexo, la ideología. Eran tiempos en que el cine y el arte carecían del individualismo actual, y eran vistos y también juzgados dentro de las luchas políticas y de pensamiento que atraviesan el siglo XX, el siglo que fracasó en su intento programático de transformar la sociedad, el siglo que Pasolini vivió ávidamente.
Y si todo esto es contexto que queda fuera de la narración, el texto nos enfrenta inmediatamente a su peso. Pasolini fue un fructífero teórico de la imagen, y el cine-poesía que promovió en las conversaciones de Pésaro se evidencia en esta trilogía con la negación a la transparencia de la ilustración. Los elementos de su cine, desde la planificación a la interpretación, se densifican como las palabras que dejan los poetas en sus versos. Ahí está el trabajo de los primeros planos, con los rostros desdentados o bellísimos, pero siempre carnales y singulares, resistentes a la mirada. O la búsqueda de paisajes tan cargados que no pueden funcionar como postal de decorado (Yemen, Nepal, pero también Nápoles en vez de Florencia). O el montaje que no sutura los planos, sino que los enfrenta y multiplica. Incluso la música, o el idioma, saltan por encima de la verosimilitud tras una misteriosa veta popular.
Ahora, treinta años después, merecería la pena salirse del frenesí de la Seminci y pararse en esta trilogía, en lo que fue, en lo que quiso ser, en lo que es. Intentar un análisis más distanciado que el que nos dejó Pasolini en un célebre texto de abjuración, y en el que escribe, no sé si proféticamente: «El derrumbamiento del presente implica también el derrumbamiento del pasado. La vida es un montón de insignificantes e irónicas ruinas».
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