El segundo banco de madera
La barra de labios de Ángeles y los artículos de Delibes
A ver si hoy se me logra. Tras el paréntesis ecológico del pasado domingo, obligado por la actualidad de la Cumbre del Clima en Madrid, ... vuelvo al vallisoletano parque municipal de Campo Grande, y lo hago para sentarme, junto a Miguel Delibes, en un banco de madera que está en la plazoleta de la Fuente de la Fama: «El segundo de la derecha entrando por la Pajarera», en recuerdos del escritor.
Que fue el banco donde Miguel y Ángeles de Castro se hicieron novios en septiembre de 1939. «A Ángeles la conocí –transcribo en mi biografía 'Miguel Delibes de cerca'– cuando ella contaba quince años. Era tan bella, grácil y alegre que, a pesar de ser aún una niña, tenía ya una legión de moscones alrededor. Nos enamoramos. Y fue el nuestro un noviazgo de prueba, pues en los primeros tiempos no disponíamos de una peseta y nos pasábamos la vida en un banco de Campo Grande mirándonos a los ojos, hermosa actividad hoy incomprendida».
Contamos con dos fotografías del banco aludido por Delibes, y que también yo recojo en mi biografía delibeana. En la primera está sentada Ángeles, joven y guapa, instantánea tomada más o menos en aquel tiempo del noviazgo. Y en la segunda, en la segunda fotografía, ocupa el banco Miguel, con 83 años. Tomada en 2003 y reproducida en esta página. El implacable paso del tiempo se aprecia no solo en la edad de los retratados, sino incluso en la morfología del propio banco del parque. Reposa Ángeles en el primigenio, el de 1939, austero y esquemático; mientras Miguel lo hace en un banco de ahora, de los que todavía puede contemplar el paseante hodierno.
Miguel Delibes no solía prestarse demasiado a hablar de su esposa Ángeles. Incluso cuando yo le tiraba de la lengua se hacía el remolón. Daba la sensación de que era un sentimiento exclusivamente suyo, y que no tenía por qué compartirlo con nadie. Solo cuando espontáneamente dejaba él traslucir algún recuerdo, alguna confidencia, prestaba yo oído atento, incluso como sin darle mayor importancia ni apostillar nada por mi cuenta, no fuera a romperse el sortilegio.
Tomar la lección
Como aquel día en que Miguel esbozó una sonrisa y musitó:
–¿Sabes de qué me estoy acordando? De cuando, lo mismo que nosotros dos ahora, paseaba yo con Ángeles, por este mismo parque, aún novios, mientras ella me tomaba la lección.
–No..., no lo pillo, Miguel.
–Sí, yo estaba entonces preparando oposiciones a la Escuela de Comercio, y el temario era extensísimo y farragoso. Ella, mientras paseábamos de aquí para allá, me preguntaba este o el otro artículo, seguidos o salteados, y yo los recitaba de carrerilla para memorizarlos. ¿Y sabes qué hacía Ángeles entre tanto? Punteaba los artículos recitados con su barra de labios.
–¿Con el lápiz de... labios?
–Como te lo digo. Iba punteando los artículos repasados, de modo que cuando llegó la fecha de las oposiciones, todos los artículos del temario tenían al menos dos puntos rojos, y algunos hasta media docena. Lo que significaba que todos me habían sido preguntados y recitados por mí alguna vez. Dicho bien y pronto: que logré aprenderme los más de mil artículos del Código de Comercio a base de endurecer Ángeles y yo los gemelos y los cuádriceps.
–Como ahora nosotros dos, ¿no? Aunque sin temario que aprenderse ni recitar de memoria.
No dije más. Ni Miguel tampoco. Aunque quedó claro que el banco de madera de Campo Grande tenía la virtud de remover los recuerdos e incluso la añoranza del escritor.
El segundo banco a la derecha de la plazuela de la Fuente de la Fama, entrando desde la Pajarera. Ese.
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