El oficio de escribir
Mis horas con Delibes ·
«Me atrevo a decir que Miguel Delibes estuvo de por vida fascinado por el Campo Grande; era uno de sus lugares preferidos del mundo entero»Ramón García
Domingo, 1 de diciembre 2019, 08:41
He dejado dicho en alguna de mis crónicas anteriores que Miguel Delibes y yo, en nuestras chácharas andarinas, casi nunca hablábamos ni de literatura ni ... de libros. Pero sí del oficio de escritor, de su oficio de escritor, o dicho más a la pata la llana: de cómo llegó Delibes a hacerse escritor.
El escenario se prestaba a tales recuerdos y evocaciones. Me refiero a cuando paseábamos sobre todo por los caminillos y jardines del Campo Grande. Él nació frente por frente del parque municipal vallisoletano, y toda su infancia y primeros recuerdos –y por supuesto sus primeros juegos– estuvieron vinculados a este espacio verde.
«Quisieron los hados –escribió una vez el novelista– que yo naciera frente al Campo Grande, seguramente porque desde que abrí los ojos necesité amplios espacios para respirar».
Me atrevo a decir que Miguel estuvo de por vida fascinado por este parque. En uno de nuestros paseos llegó a confesarme que el Campo Grande era para él uno de los lugares preferidos del mundo entero.
– ¿Del mundo entero? –le pregunté yo, asombrado.
– Eso he dicho, del mundo entero. De niño y también ahora, de mayor.
A castañazo limpio
No hacía falta tirarle mucho de la lengua, discurriendo ambos entre las frondas del parque, para que acudiesen a su memoria y a su boca diferentes episodios infantiles, no pocos de los cuales dejó luego plasmados en alguno de sus libros misceláneos. Por ejemplo, las batallas campales a castañazo limpio entre chicos del barrio. Más de una vez le oí contar a Miguel la batalla de aquel domingo de otoño, en el Paseo Central, mientras la banda municipal de música daba su habitual concierto.
–Un muchacho del bando contrario, orejudo y pelón, disparó intencionadamente una castaña contra el templete de la música, acertándole en toda la cara al director de la banda. Mi hermano Fede, mi amigo Luis María y yo sabíamos a ciencia cierta quién lo había hecho, pero no dijimos esta boca es mía a los municipales, que echaron mano de unos cuantos de nosotros. Guardar silencio ante una fechoría, aunque fuera del «enemigo», era una regla de honor.
Y mientras Delibes desgranaba estos recuerdos infantiles, sin borrarse una sonrisa de su cara, yo solía entretenerme recolectando dos o tres castañas del suelo, «castañas locas» e incomestibles, por descontado, frotándolas con la manga del jersey hasta hacerlas brillar de qué manera.
El primer colegio
Y por si fueran pocos los recuerdos de juegos y travesuras infantiles, resulta que también el primer colegio al que acude en su vida el niño Miguel, con sólo cinco años, está lindante con el Campo Grande. Lo rige una comunidad de monjas carmelitas, y allí queda el niño prendado –Delibes lo ha contado más de una vez– por la hermana Luciana. «Pálida, con un lunar en la mejilla derecha y muy dulce y cariñosa».
Pero caigo ahora en la cuenta de que me estoy desviando de lo que había empezado a contar, que además responde al epígrafe de mi «hora» de hoy: «El oficio de escribir».
Aunque a lo mejor no me he desviado tanto. Me explico: el título hace alusión a la vocación de escritor de Miguel Delibes, y resulta que el Campo Grande también tuvo que ver con esto. En cierta manera.
El novelista siempre sostuvo que él se hizo escritor por azar, por una serie de circunstancias entre las que tiene especial transcendencia el conocimiento y enamoramiento de Ángeles de Castro. ¡Cuyo noviazgo de ambos arrancó precisamente en Campo Grande! En un banco de madera próximo a...(Otro día).
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión