Las Hijas de la Caridad dicen adiós a la Casa de la Beneficencia de Valladolid después de 152 años de labor asistencial
La falta de relevo por las pocas vocaciones y el impacto de la covid han sido claves en el fin de la relación entre ambas entidades
Aquel domingo 11 de julio de 1869, en pleno verano vallisoletano, fue un día clave para el futuro de la Casa de Beneficencia. ... La institución había cumplido ya medio siglo, se había convertido en un referente de auxilio social para otras ciudades, había incrementado su labor asistencial en Valladolid. Pero lo había hecho de tal modo –más pobres atendidos, más trabajo por delante– que su efectividad se veía comprometida si no se tomaban medidas. Profundas. De forma urgente.
Aquel domingo 11 de julio de 1869, en pleno verano, sí, el presidente Nemesio López, junto con Mariano Miguel Gómez, convocó una junta general para plantear una salida a los retos que tenía por delante la entidad. «Insistieron en la necesidad de la reforma de la administración y en la imposibilidad de llevarla a cabo por otro medio que no fuera el las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl». Lo cuenta Pilar Calvo en 'Beneficencia y ciudad', un libro que repasa la historia de la Casa de Beneficencia y el importante papel que jugaron las hermanas para impulsar la institución, 51 años después de su puesta en marcha.
La institución se fundó en 1818 de la mano del capitán general Carlos O'Donnel, quien –para «evitar la miseria y la exposición pública por las aglomeraciones de pobres en la ciudad»– prohibió la mendicidad e instó a las parroquias a crear juntas de caridad que atendieran a los sin techo. Entre el 17 de agosto y diciembre de ese año, llegaron 169 mendigos a Valladolid (27 a la parroquia de San Andrés, 25 en Santiago y San Miguel, 24 en San Juan y 21 en La Antigua).
Era necesario crear una institución que los atendiera, no solo en esa lucha contra la mendicidad, sino también en su ayuda para proporcionarles un empleo. La Casa de Beneficencia surgió así en Valladolid como una entidad independiente, gestionada por vecinos comprometidos (con el apoyo de la Iglesia, el Ejército y la Universidad), «una elite benefactora que garantizaba su independencia» y que ha sido clave además para su supervivencia.

Mientras que otras entidades eran absorbidas por las administraciones públicas (hasta desembocar en su desaparición), la Casa de Beneficencia ha permanecido en activo durante más de 200 años. Para ello, históricamente, se ha valido de innovadoras formas de financiación (actos benéficos, corridas de toros...) que les ha permitido perpetuar su labor de atención a ancianos y desvalidos. Desde la segunda mitad del siglo XIX (ya con el impulso de la Hijas de la Caridad), también de atención a niños abandonados, mujeres maltratadas, y un proyecto escolar.
La primera sede (en 1818) estuvo en el número 18 de la actual calle María de Molina (23 camas para dar cobijo a los necesitados). Con el aumento de plazas se trasladaron al convento de los padres capuchinos (hoy desaparecido) en el entorno de Colón. En 1840 compraron el número 15 de la plaza de San Pedro, junto a Chancillería. Allí, en lo que hoy es Casa del Estudiante, permanecieron hasta 1979, cuando se trasladaron al Camino del Cementerio.
La llegada en 1869 de la hijas de la Caridad –una sociedad de vida apostólica fundada en 1633, que llegó a España vía Barcelona en 1790 y presente hoy en 93 países– supuso un auténtico revulsivo y un cambio en el modelo de gestión. La entidad como tal, a través de la figura del mayordomo, se continuaba encargando de la contabilidad de la casa, la recaudación del producto del trabajo de los pobres, la conservación y reparación del edificio... En el reparto de tareas, a las hermanas correspondía el cuidado de la capilla, los almacenes de víveres y ropa, la cocina y comedor, la sala de costura, la asistencia de las cuatro enfermerías, la limpieza o la dirección de una escuela de párvulos para los niños pobres del barrio, donde se les enseña a «leer, escribir y contar, catecismo, urbanidad de buenas costumbres y labores bordado o calceta».
En un primer momento, la Casa de la Beneficencia calcula que seis hermanas serán suficientes para acometer estas labores. Entre el 12 y el 16 de septiembre de 1869, Nemesio López se cartea con sor Juliana Mestres, visitadora en Madrid. Y ella le advierte que posiblemente seis sean pocas, un número «algo reducido atendiendo al personal de acogidos». La cifra se había disparado hasta cerca de 300 asilados. El acuerdo se firma el 18 de diciembre de 1869. Las hermanas dependen de su superiora, que recibe las órdenes de los directivos, «nunca de sus subalternos». Y, según ese convenio, la superiora «tiene autoridad para distribuir las labores, custodiar las llaves, llevar el inventario del departamento y recibir los víveres».
La Casa aseguraba a las hermanas una habitación específica con aseo, capilla y dormitorio común, con camas separadas por cortinas. Además, recibían 40 reales mensuales por hermana, manutención, atención médica y entierro. Esta contrata entra en vigor cuando la superiora sor Josefa Capdevila llega a la Casa de Beneficencia en el invierno de 1870. Hasta 1900, pasaron por allí 22 hermanas (la mayoría vascas y catalanas), que además impulsan la creación de talleres de «carpintería, zapatería, sastrería , hojalatería y herrería» para los asilados. La oferta de crear una escuela por parte de las hijas de la Caridad hace que, a diferencia de otras ciudades de España, la Casa de Beneficencia no se convierta en hospicio.
En la actualidad, 203 años desde su fundación, funciona como residencia, ya sin la colaboración de las hermanas de la Caridad, que dejaron allí su obra en febrero, después de 152 años, empujadas por la falta de vocaciones, y también por la herida que dejó la covid en la institución. Las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl recibieron en septiembre de 2005 el premio Príncipe de Asturias de la Concordia.
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