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Amanece en el monasterio de San Pedro de Cardeña, a las afueras de Burgos, donde el guerrero dejó a su esposa, Jimena y a sus hijas para ir al exilio, según cuenta el 'Cantar de mio Cid'
Los proscritos del Cid

Los proscritos del Cid

Salimos de viaje. 10 días, 1.800 kilómetros y ocho provincias tras las huellas de uno de los guerreros más valerosos de todos los tiempos. De Vivar a Orihuela, casi mil años después...

icíar ochoa de olano

Jueves, 28 de julio 2016, 18:59

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Los submarinos siempre me han producido morbo. De pequeña no me perdía ninguna película bélica si la guerra se disputaba en el mar. El clímax llegaba cuando el acorazado de turno soltaba una lluvia fina de cargas de profundidad y, toneladas de agua salada abajo, los ocupantes de la cápsula de acero apretaban los labios y cerraban los ojos con cada detonación densa y envolvente, efecto del abrazo constrictor del océano. Ahora lo sé. Cruzar la puerta de un monasterio y dejar atrás por unas horas el guirigay de extramuros se parece al bombardeo sordo de un submarino. En la abadía trapense de San Pedro de Cardeña, 9.000 metros cuadrados y trece monjes de clausura, nos juntamos a la hora de cenar con una religiosa de paisano, un señor reincidente de Madrid, un empleado de un Hipercor de Gijón frito por ingresar en la orden y un amigo con alzacuellos. Todos de retiro espiritual a excepción de Carmen, que visita a un impetuoso cisterciense treintañero. A su paso, el revoloteo de su cogulla atrona como la acometida de un escuadrón de almorávides. La túnica con capucha y mangas largas en color crema revela que ha hecho sus votos «perpetuos», explica su madre. «¡Mira, mi mortaja!», dice que le soltó pletórico un día. «Es feliz. Y ya son diez años aquí».

Sobre el plato hondo, otra carga de profundidad. Sopa de estrellas. No las veía desde niña. Las prefería provistas de todo su almidón para poder colarlas una a una en un hilo blanco de coser y hacerme collares y pulseras. Arañaban como las uñas de aguja de un gato. Alguien pincha el globo de la regresión. Llaman «a Capítulo». En cristiano, la última oración del día de los monjes. Sus cánticos, el aroma a incienso y el eco lejano e ininteligible del libro del Apocalipsis resultan balsámicos. A ratos, escucho hablar de leones y dragones. «Que el Señor nos conceda una noche tranquila y una muerte santa», nos mandan a acostar. Aún es temprano y tenemos una cita. En la biblioteca nos espera José Luis, el desenfadado monje administrador y relaciones públicas de la comunidad. Lo hace con la Tizona desenvainada el licor de hierbas de cuarenta grados que elaboran en la casa y el surtido de chocolates celestiales que comercializan para procurarse un sustento. Entre chupitos y onzas de las agradecidas catadoras, rebobinamos en el tiempo novecientos, casi mil largos años, para avivar entre tinieblas la mecha del mito.

Allí, en San Pedro de Cardeña, es donde arranca la leyenda de uno de los guerreros medievales más valerosos y conocidos del mundo; y allí es donde comienza nuestro Camino del Cid, un trepidante viaje literario, histórico, paisajístico y gastronómico que nos llevará, a lo largo de diez días y 1.800 kilómetros, por ocho provincias y cuatro comunidades autónomas detrás de las huellas del Campeador en su épico destierro. De Vivar a Orihuela, pasando por la inmersión en las aguas mansas de Cardeña.

Amanece a campanadas en el monasterio burgalés, el mismo en el que, según dejó escrito el juglar, Rodrigo Díaz de Vivar dijo adiós a su esposa, Jimena, y a sus hijas, antes de emprender su penoso y arriesgado exilio con sesenta leales y las alforjas desiertas. Nosotras dejamos atrás a un puñado de frailes embarcados en las labores de preproducción de una cerveza trapense que afloje la tirantez de sus cuentas. Vamos en busca de la Legua Cero de la ruta proscrita. La encontramos en Vivar del Cid. La custodian Javier y María José desde su casa-molino, un antiguo mesón en el que durante tres décadas dieron de comer «marisco de Castilla» y garbanzos con langostinos a centenares de viajeros de todo pelaje y procedencia. Incluidos un intratable Severo Ochoa y un hijo de Sofía Loren la exuberante Jimena en la película de Anthony Mann «que se lió con una hija de Félix Rodríguez de la Fuente», a la sazón asesor en asuntos cetreros durante el rodaje de la cinta. «Aquí han venido hasta de Shangai preguntando por El Cid», certifica su mejor embajador mientras estampa con ímpetu el primer sello de nuestro salvoconducto cidiano, una corneja, símbolo medieval de buen augurio. «Todo el que pasa por aquí dice sentir un gran respeto por él. Lo que le tenéis es miedo, les contesto yo».

Al pueblo del Campeador llega otro paladín. Este, a lomos de una moto Daylin Day Star. Es Juan Francisco Díez, un burgalés que frecuenta desde chaval la cuna del guerrero. La culpa es de su padre, que cada domingo le paseaba por el castillo de la capital mientras llenaba su cabeza de epopeyas del temible caballero. Ahora lo lleva también grabado en tinta en la piel y tallado en oro macizo alrededor del cuello. «Algunos le tachan de mercenario. Era un señor de la guerra y en el siglo XI eso era como ser ahora un albañil con una cuadrilla a tu cargo. Si no te dan una obra aquí, pues te vas a otro lado a buscarla», sintetiza prosaico el tornero fresador, la viva estampa del héroe castellano, cuentan, cuando se echa encima la cota de malla de veintiséis kilos que se compró en la República Checa, el almófar (la red metálica de la cabeza) y el casco con protector nasal para participar en alguna recreación de época.

Clint, el primo bastardo

Salimos de Vivar al trote de un diésel, atravesamos Burgos, la monumental ciudad que repudió al hombre que ahora ensalza, y Mecerreyes para alcanzar la coqueta Covarrubias. Allí solicitó refugio hace unos días un holandés rrante que iba siguiendo la estela del Cid a pie, asegura Ezequiel, quinta generación del restaurante El Galín, mientras sirve una morcilla anisada hecha rodajas crujientes. De postre, el hostelero nos adentra por la villa que vela a Fernán González hasta el portón de un complejo amurallado con torre defensiva y casa solariega. Todo de propiedad privada. Abre el heredero, Millán Bermejo Barbadillo sí, de las bodegas gaditanas por parte de madre, un licenciado en Economía por la Universidad de Stanford desprovisto de un marquesado y de un vizcondado por la renuncia de un abuelo indómito. Se ha montado una exhibición de artefactos letales de antes de la pólvora para estimular las visitas a su imponente fortín catalogado y que cuesta buena plata mantener. Visto de cerca el calibre de los onagros, «lo que algunos llaman catapultas por ignorancia», puntualiza el noble sin papeles, constato que matar en aquellos días oscuros en ningún caso fue fruto de un calentón.

Fracking ez (No al fracking), leo en el cartel de una ventana vecina antes de seguir el cauce sinuoso del Arlanza hasta un despampanante valle encajonado entre tropas de encinas, robles, enebros y pinos que tutelan las ruinas de la abadía de San Pedro. Arriba, el cielo luce de una pieza en azul zafiro. Un nodo embriagador para la película que se nos viene encima. En la terraza de El Pedroso, a orillas de la N-234 que enlaza Burgos con Soria, nos aguarda Domingo Contreras, párroco de Villalmerizo y protagonista estelar de El bueno, el feo y el malo «en el minuto 85». Que paren el mundo, la campaña, el exilio, la Reconquista entera si es preciso.

Hábleme de ese Clint Eastwood al natural, padre. ¿Cómo era?

(Asiente varias veces con la cabeza y los ojos cerrados). Era seco, pero bien elegante. Y no me llames padre.

Ambos cazadores de recompensas por las mismas tierras. Quién lo iba a decir, el guerrero castellano y el pistolero de Illinois, primos bastardos. Todo por obra y gracia de Sergio Leone, que encontró en el paisaje agreste de sabinas y calizos de la hermosa Peña de Carazo el mellizo de Nuevo México. «Atención, ha llegado el frutero, trae rico melón manchego, ajo y patata hasta la puerta de su casa», vociferan desde una furgoneta. El chico de la armónica en el mitológico spaghetti western apura el vaso de tubo en el que una camarera colombiana le ha puesto un pacharán con hielo y nos guía feliz por el camino de cabras que desemboca en Sad Hill, el cementerio que el cineasta italiano mandó levantar en pleno campo burgalés, con mil y pico cruces, para la escena final. El cura espolea su Babieca, un Corsa CTI blanco con techo panorámico, que galopa raudo a través de la parcelaria. Por momentos, la polvareda que levanta tras de sí hace que los satélites pierdan contacto visual con las forasteras.

Busco en YouTube la imprescindible melodía que Ennio Morricone construyó a partir de un silbido y la pincho para Domingo mientras nos adentra en el camposanto, recientemente resucitado por una asociación cultural de la zona. El colectivo se las ha arreglado para que medio millar de fanáticos del género de todos los rincones del planeta apoquinen quince euros cada uno y apadrinen una cruz que devuelva la vida al escenario del gran duelo, aquel en el que los tres pistoleros se disputaban el oro escondido en una tumba. «En esa de ahí», certifica el extra con el índice. Se cumplen cincuenta años redondos de aquel rodaje y la semana que viene se monta allí la marimorena para festejar la efemérides. «Hasta hemos invitado a Clint. A ver si se anima», sueña el padre Contreras, cinco segundos de soldado confinado en un campo de concentración durante la Guerra de Secesión, antes de confesar que su actuación con la armónica fue un playback y sus lágrimas, de «bote». «Leone estaba empeñado en que saliera triste y yo estaba muy contento».

Al otro lado de la colina, los únicos benedictinos capaces de hacer morder el polvo a los Beatles y a Frank Sinatra y su álbum de duetos se preparan para las Vísperas. Eso es justamente lo que hicieron los monjes de Santo Domingo de Silos en la Navidad española de 1993, cuando lo petaron con su gregoriano. En la bancada, una treintena de oyentes. En el altar, diecinueve voces. A ratos, escucho hablar de las naves de Tarsis y del monte Sión. La despresurización me aturde. El coro se arranca e ingreso en el purgatorio. Ni arre, ni so. Ni frío ni calor. Afuera, en la calle, un hostelero chileno sin clientes a los que atender cuenta que en el monasterio quedan veinticuatro frailes, que hace unos años llegaron cinco refuerzos, pero que solo dos «han aguantado la clausura». Con la gallina de los huevos de oro en el climaterio, el encantador pueblo no tiene apenas quien lo pasee. «Antes no dábamos abasto con las riadas de autocares llenos de turistas que llegaban. Hasta Aznar, cuando era presidente, venía cada sábado en helicóptero para echar aquí la partida. Era muy amigo del anterior abad, el que hizo que en este pueblo se obrara el milagro», se suelta un vecino a condición de no dar su nombre.

La hospedería benedictina no acepta mujeres, así que nos alojamos a las afueras de la villa, en el convento de San Francisco, una rehabilitación de siete millones oficiales de euros inaugurada en el primer cumpleaños de la crisis. De sus quince plazas hoteleras, trece están libres. Junto al recepcionista, un armenio, y al vigilante, un dominicano, sumamos cuatro en la cartuja. Desde la ventana de mi habitación me bebo a pequeños sorbos la luna llena que anuncia el solsticio de verano sobre el invierno de Silos.

El carnicero, al saxofón

Ponemos rumbo matutino a Caleruega, el último pueblo de la Ribera de Duero y el primero de la Sierra de la Demanda. A casi mil metros de altura, apenas quinientos residentes arropan el enorme cuartel general de los dominicos, la orden que fundó hace ochocientos años su vecino más ilustre, Santo Domingo de Guzmán. Ay si ese ayuntamiento pillara el IBI correspondiente al convento y al monasterio. De qué no sería capaz. Sin esa fortuna, se las ha arreglado para dotarse de una pista polideportiva, un gimnasio, una coral polifónica, una biblioteca con acceso libre a Internet y de una escuela de música que «ha puesto incluso al burro del carnicero a tocar el saxofón», ríe enérgico José Ignacio Delgado, alias Pocholo. Bien saben sus paisanos que si algo se le mete en la cabeza a este funcionario de prisiones y procurador en Cortes diecisiete años de alcalde recién interrumpidos por la incompatibilidad de cargos públicos que impone su partido, Ciudadanos, no le frena ni Carlos Sobera. Hasta a él acudió cuando presentaba Atrapa un millón en busca de financiación para la cancha de tenis municipal. Y del set televisivo se volvió con ella.

Pasamos por el colegio y revolucionamos a la chavalería. De dieciocho alumnos matriculados, catorce son búlgaros. Y más temprano que tarde todos sabrán de El Cid. Una estatua ecuestre en bronce y de tamaño natural cambiará el skyline de Calaruega para siempre «antes del próximo 6 de agosto», cuando la etapa reina de la Vuelta Ciclista a España bordeará la villa de los monjes evangelizadores durante la conquista y la televisión retratará el municipio. «60.000 euros, IVA incluido. Y en el Camino del Cid se está o no se está», resuelve el exregidor, que en esta jornada se ha propuesto dos misiones más: mostrarnos las divinas dotes reposteras de las dominicas y descubrirnos el secreto de las inquietantes sombras negras que vuelan en formación de tornado sobre la ciudad romana de Clunia.

Con la turbadora imagen de decenas de buitres y alimoches merodeando el muladar con el que Caleruega quiere hacerse meca ornitológica, nos sorprende Soria. De Peñaranda de Duero a Castillejo de Robledo, legiones enteras de amapolas parecen herir de muerte los campos de cereal maduro. El pueblo donde los Condes de Carrión «ultrajaron» a sus esposas, las hijas del Cid, según el relato anónimo del Cantar, se agazapa entre cerros y peñascos, como si quisiera esconderse del sambenito. Javier Romero se cerciora de que memoricemos ese verbo y no otro, al tiempo que colma un tierno lechazo con un repertorio de licores de turrón, de mojito y de fresa. El de ginebra con trufa blanca no estará hasta la próxima primavera, anuncia el alquimista y chef del Venta de Corpes, un hombre de pocas palabras que espera a la despedida para destaparse como el sexto mejor coctelero de gin-tonics del mundo. La posición se la ganó el soriano el pasado febrero en el campeonato disputado en Las Vegas, Nevada. Hay que regresar, me conjuro.

Al otro lado de la ventanilla desfilan San Esteban de Gormaz, tierra de gentes «mesuradas y prudentes», y Alcubilla del Marqués, el final de Castilla, según yerra el poema. Y aunque aún no se adivinan moros en la costa, me acuerdo del juglar y de su advertencia: «Con lanzas y con espadas hemos de resistir. Si no, en esta dura tierra no podríamos vivir».

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