«La gente se reía cuando no localizaba una voz, eso duele»
Lily Ruiz, delegada en Segovia de la Asociación de Personas Sordociegas, reclama avances en accesibilidad
Décadas antes de que la accesibilidad fuese una demanda social de primer orden, Lily Ruiz escondía el folio con el brazo para simular que era ... una más en el colegio, que podía escribir aquellos dictados que no oía. «Tenía muchísimo complejo porque no me trataban como debían». Esta segoviana, delegada en la provincia de la Asociación de Personas Sordociegas de Castilla y León, relata a sus 58 años aquellos problemas de inclusión con compañeros y profesores. «No era capaz de decir: 'No entiendo'. Porque la gente lo que hace es hablar muy alto». Y la receta es la contraria. «Hablar claro, vocalizando y averiguar si la persona necesita que el hablen al lado izquierdo, derecho o de frente».
Es el reto diario de Lily, incluso con su marido, que tiene una gran potencia sonora y tiene que pedirle de vez en cuando que modere sus cuerdas vocales. Esta segoviana nació con un problema auditivo entonces no diagnosticado. «Oía mal y se nota en mi acento al aprender a hablar». Recuerda su infancia viendo la televisión: «Me pasaba el día preguntando por qué; no pillaba todo». Y el colegio no tenía ninguna adaptación, hace ya casi medio siglo. «La profesora dijo a mis padres que esta niña no podía estar aquí, que tenía que ir a un colegio, como se decía antes, de subnormales». Lily está ahora incapacitada, pero anteriormente trabaja como administrativo en una tienda de muebles. «Me costaba cada vez más coger el teléfono. Había personas que me preguntaban por uno y yo les pasaba con otro porque era lo que había entendido. La verdad es que lo pasaba fatal. O me llamaban, y como no localizaba de dónde venía la voz, la gente se reía. Eso me sentaba muy mal».
Algo parecido le ocurría en el ámbito social. A partir de los 30 años le costaba cada vez más comunicarse libremente, especialmente en grupo, por la demanda oral y visual que supone. «Eso hacía que me sintiera cada vez más aislada. Si estaba con amigas tomando un café no quería decir nada porque te decían:' ¡Pero si esto es lo que estamos hablando!' Eso duele».
Probó con un audífono, pero no funcionó. «Me lo compré cuando nació mi hijo para oírle si lloraba desde alguna habitación, pero las voces de niños me iban muy mal porque son muy agudas». Ha ido perdiendo audición progresivamente hasta tener solo restos auditivos y se defendía por la relación entre el sonido y los labios. Tiene Síndrome de Usher, una enfermedad hereditaria que afecta a la vista y al oído. Ella es oficialmente ciega. Si una persona tiene un campo visual de media de 150 grados; cuando se reduce a 30 grados, es baja visión, y cuando llega a 10, se considera ceguera. Ella tiene un campo de 5 o 6 grados. Ha sido un proceso progresivo –la primera respuesta del oftalmólogo fue que lo miopes ven mal por la noche- y su colectivo reivindica la sordoceguera como una discapacidad única y no dos agregadas.
Su audición ha mejorado con un implante coclear. «Tuve que aprender a oír». La 'o' y la 'u' no las distinguía, tampoco palabras como para o pasa, on y off. «Tenía que distinguir las consonantes, sobre todo en palabras cortitas que no están metidas en una frase». Fue a una logopeda y el gran reto era oír sin mirarla. Y lamenta que otras personas no dispongan de los mismos medios. «La accesibilidad está muy mal. Podríamos hacer cosas estupendas».
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