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Test para hacerse la prueba del sida. A. de Torre
«No nos engañemos, no te meterías conmigo en la cama»

«No nos engañemos, no te meterías conmigo en la cama»

Una mujer que lleva casi tres decenios con VIH valora que haya más información, pero lamenta el recelo social

l. j. g.

Segovia

Domingo, 10 de marzo 2019, 19:53

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Rebeca –nombre ficticio– contrajo VIH y fue diagnóstica a principios de los 90 tras una citología rutinaria. «Me dijeron que si no tomaba la pastilla me quedarían de seis meses a un año de vida, pero me negué. Y me alegro, porque en ese momento fallaba». Cualquiera habría salido aplastado de aquella consulta, pero ella resume su filosofía: «Yo es que vivo el día, no pienso en la muerte». Ella no cambió igual que, indica, no lo hacen otros. «Conozco a muchos seropositivos que se están metiendo y cuando les dicen que tienen sida, lo siguen haciendo».

Los días siguientes repasaba el informe con una pregunta: ¿cómo me puede pasar a mí esto? Ella, que no aparenta sus más de 50 años, explica su rápida asimilación. «A lo mejor he tenido una vida difícil y he aprendido a encajar todo». Su padre estuvo en prisión por atracar bancos y robar joyerías y su madre fue alcohólica. Y su infancia, itinerante. «En mi casa siempre había espadillas. Y me decían «toma, coge esto y tíralo a la alcantarilla'». Fue criada en los preventorios –edificios destinados a evitar la propagación de enfermedades como la tuberculosis– ahora bautizados «del terror». En función de su cuadro familiar, cada niña llevaba una cinta identificativa. El tratamiento era tan cruel que Rebeca cogió una pulmonía porque la sacaron desnuda al patio por moverse y hacer sonar la cama.

Fue a la cárcel a visitar a su primer marido, un maltratador que la definía como «una mierda de chica». Desde el otro lado del cristal, él respondió al conocer la noticia: «No pasa nada, te perdono». Se quedó mirándole y ahora piensa. «¿Qué hubiese hecho sin ese cristal? A lo mejor lo mismo». Lo asumió hasta cierto punto porque, como ella misma relata, era una chica en su veintena, llena de vida. «Tuve que dejar de coquetear. ¿Cómo voy a besar a un chico y decirle 'soy seropositiva'? Cuando veo a estas niñas bailar, pienso que a mí me habría gustado hacer algo más que abrazar. Soy una persona muy afectiva y no he podido vivir mi juventud. Me ha gustado alguien mucho y no he podido sentirme correspondida».

El estigma entonces era la norma: etiquetas desde drogadictas a putas. Cuando empezó a medicarse, cuatro años después, ingería 40 pastillas diarias. Y había que disimular las tomas. «Aprendí a tomarme cinco de golpe». Lamenta que otras enfermedades más contagiosas como la hepatitis sean más naturalizadas. Rebeca no deja que nadie beba de su vaso; no hay riesgo alguno de contagio, pero teme la reacción si esa persona se enterase más adelante de su circunstancia.

Rebeca tiene su cita semanal: va a bailar a un pub. Habla de un grupo que ella acuña como las 'follimamis'. Y recibe ofertas de jóvenes que ella ve más como hijos: ¿Nos bajamos al baño? «Y me dan unas ganas a decirle: 'Mira guapo, si bajamos al wáter te pego un sidazo que te cagas. ¡A ver te das cuenta!' Y ves a una chica bajarse varias veces con chicos diferentes. La juventud no es consciente». Y lanza un mensaje: «Que se cuiden. No solo porque puedan coger sida, sino muchas enfermedades venéreas que les pueden estropear la vida».

Volvió a casarse, un matrimonio mucho más feliz. Y mantiene una energía encomiable. Sigue aquí, casi tres décadas después de aquella consulta donde le pusieron fecha de caducidad. Solo lamenta cómo la medicación (hoy toma una sola pastilla) se come el rostro con el que aún conquista discotecas: «Esta no es mi cara». Con todo, tiene un sentido del humor contagioso: «Le dije a un médico que debía estar muy loca porque me río de todo. Y me dijo que era un síntoma de inteligencia».

Nadie como ella para valorar tantos años de lucha por la tolerancia. «Hay mucha más información, pero el estigma sigue igual. No nos engañemos, la gente no nos acepta. Si te gusto, no te meterías conmigo en la cama». Con el trabajo a lo largo de los años se combate el estigma del origen, que le puede tocar a cualquiera. Ella se siente orgullosa: «Soy una superviviente».

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