El turista y lo sublime
«No era solo miedo u horror lo que lo sublime engendraba en las personas. Un sentimiento de asombro por lo inmenso o por lo infinito también eran parte de lo sublime»
Hay dos imágenes que dan idea exacta de lo que es la sociedad en que vivimos. La primera es la de la cola de alpinistas ... en la última etapa en su ascenso al Everest. La otra es la de los cruceros atracando en el puerto de Venecia y 'vomitando' ríos de viajeros en dirección a la ciudad idolatrada. Son, en ambos casos, turistas, esa subespecie en la que todos nos hemos convertido.
Hay quien quiere subir a la cima de un monte cuya sola mención, hace apenas tres décadas, evocaba aventuras y peligros; despertaba también el sentimiento de lo sublime. La contemplación de los Alpes o el relato las tempestades vividas por algunos marineros en medio del océano traían a la mente un sentimiento de congoja ante algo que es grande sin igual. No era solo miedo u horror lo que lo sublime engendraba en las personas. Un sentimiento de asombro por lo inmenso o por lo infinito también eran parte de lo sublime. Así, Caspar David Friedrich logró fijarlo de manera magistral e intemporal en sus lienzos. Los hombres en medio de la inmensa soledad de la naturaleza sacudían en el espectador esa emoción inmensa.
Durante años al Everest ascendían solo aquellos que estaban preparados física y psicológicamente pues enfrentarse a la montaña era, en gran medida, enfrentarse a uno mismo, a sus límites, a sus miedos y sus dudas. Culminaban el ascenso solo quienes eran capaces de vencer tales sentimientos gracias al dominio de sí mismos. La fuerza y resistencia físicas eran tan necesarias como las mentales.
Al contrario que el Everest, al que hasta no hace mucho poca gente ascendía, Venecia era un lugar favorito de viaje ya en el siglo XIX. Los poetas Lord Byron y Percy B. Shelley vivieron en Venecia. John Ruskin también se dejó atrapar por el encanto de la ciudad, al igual que Ezra Pound. Venecia era el claro ejemplo de una ciudad construida con criterios artísticos que había caído en una decadencia que no dejaba de atraer a los turistas. Viajar a Venecia en las primeras décadas del siglo XX formaba parte de la educación de gente acomodada con aficiones o inquietudes artísticas.
Venecia era el ejemplo más claro de otro concepto estético: el de lo bello. Era una ciudad bella por sus palacios, donde reposaban entre tapices y alfombras tesoros sin número. Venecia era la magnificencia de la plaza de San Marcos y de tantas otras iglesias a las que solo podía accederse en góndola. El cristal de Murano formaba también parte de los elementos que caracterizaba la ciudad.
Venecia y el Everest, lo bello y lo sublime, dos categorías que fueron significativas entre los siglos XVIII y XX, hoy han perdido su sentido. La hilera de varios cientos de turistas escalando el último tramo del Everest o los cruceros donde viajan varios miles de personas que desembocan en Venecia han acabado con tales conceptos estéticos. No hay nada sublime allá donde la tecnología domina y controla la acción. Para llegar al Everest todos esos turistas utilizan aviones o helicópteros que los dejan a unos cuantos metros de la cima. Además, llevan bombonas de oxígeno que remedian la falta de aire. Culminan el ascenso gracias a ese progreso técnico que son los medios de locomoción y el almacenamiento y transporte de oxígeno.
La belleza de Venecia está en peligro porque tanto turista amenaza los edificios y la contemplación de las bellezas arquitectónicas. Venecia hoy es una ciudad cuya decadencia es cada día más acentuada. Uno tiene la tentación de convertirla en símbolo de un estadio de nuestra civilización de la que estamos despidiéndonos ya. Quizás ya lo hayamos dejado atrás. Venecia tiene sentido solo como postal, como foto que tenemos en nuestros teléfonos de última generación: una colección infinita de imágenes almacenadas que nos cuesta encontrar cuando las buscamos.
Venecia y el Everest son trofeos al alcance de casi todo el mundo. El turismo no fue un problema mientras solo una minoría lo practicaba. Ahora que la sociedad del bienestar ha logrado que la grandísima mayoría de la gente pueda permitirse viajes a cualquier rincón del mundo, el turismo se vuelve un peligro. Con todo, es solo una señal de lo que es la sociedad de masas.
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