Alzar la vista y desenchufarnos

Recuerdo perfectamente la ilusión con la que recibí mi primer teléfono móvil. Me lo regalaron cuando empecé a trabajar en previsión de los viajes que vinieron después. Era azul, pesado, para hablar había que sacar la antena y sólo servía para eso que de aquella los mensajes eran algo prohibitivo. Suponía el paso a la independencia absoluta. O eso creíamos.

Nunca más conversaciones al teléfono de casa interrumpidas por la risa de hermanos graciosos. Tampoco incertidumbre ante quién respondería al «¿está menganita?». Y el fin de las preguntas sobre quién llamaba, si la voz no era conocida (o masculina). Todo pasó a ser más directo e inmediato. Qué cortedad de miras la de entonces. No vimos venir que aquello nos esclavizaría.

Las nuevas tecnologías nos facilitan la vida, pero la expectativa de que una tormenta pueda causar fallos en los sistemas de comunicaciones durante unas pocas horas me parece más ilusionante que unas vacaciones. Una casi hasta se siente mal si no responde inmediatamente a un mensaje y, para evitar cualquier despiste, lo mejor es encadenarse el móvil a la muñeca. Masoquismo puro. El choque de las partículas solares cargadas eléctricamente contra la atmósfera de la Tierra provoca las auroras boreales. Un espectáculo luminoso que nos obliga a alzar la vista para recordarnos que, con tormenta o sin ella, desenchufarnos de vez en cuando no sólo es sano, sino que es necesario.