Salmo 130
Crónica del manicomio ·
«Nos sentimos orgullosos de nuestra humildad y nos envanece ser poco soberbios. La sencillez es muy compleja y resulta imposible alcanzarla»El llamado 'Salmo de la humildad' dice así: «Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad. ... Sino que acallo y modero mis deseos, como un niño en brazos de su madre; como un niño saciado, así está mi alma dentro de ti».
Este bello salmo ensalza los primores y gentilezas de la bondad, pero olvida que ésta, incluso la más sublime, es muy tramposa y con frecuencia mancha el corazón de las personas. Ni las virtudes son tan virtuosas, ni tan bondadosos los buenos sentimientos. Mientras se enuncian conservan su pureza, pero en cuanto se aplican a quien fuere se ensucian y se vuelven más opacos y espesos.
Nos sentimos orgullosos de nuestra humildad y nos envanece ser poco soberbios. La sencillez es muy compleja y resulta imposible alcanzarla. En el instante en que se logra pierde la candidez. Incluso cuando confiamos en que la derrota es la única garantía no traicionera, resulta que el saber perder también engrandece el corazón de forma hipertrófica. Las víctimas también se inflan y llegan a ser altivas e inmodestas.
No es fácil imaginar un corazón no ambicioso ni unos ojos no altaneros. Hay mucha arrogancia en la humildad. Es fácil cantarle el salmo a un dios, en señal de alabanza y agradecimiento, pero es muy difícil identificar las huellas del salmo en una persona en concreto. Montaigne se desesperaba ante la moderación y llegó a escribir que «hoy me defiendo de la templanza como otrora de la voluptuosidad, porque aquella me atrae en términos rayanos con la estupidez».
El segundo párrafo de la invocación no es más fácil de digerir. Cuesta imaginarnos a un niño modoso en brazos de su madre. Moderado, además, dice el salmo, cuando acaba de saciarse. Más bien habría que hablar, en este caso, de un niño ahíto y empalagado antes que prudente y sobrio. La fragilidad del niño despierta al tirano que lleva dentro. Freud le consideraba un perverso polimorfo, mientras que Rousseau tuvo a bien advertirnos que «los primeros llantos de los niños son ruegos; si no se los hace caso se convierten pronto en órdenes; comienzan por hacerse asistir y terminan haciendo que los sirvan».
A ratos nos parece que nada es como se expone en la oración. La propia madre, cuando coge entre sus brazos lo que es suyo da mucho que pensar. Revela un sentido de propiedad que puede llevar demasiado lejos si se resiste a soltarlo o si no renuncia a pedir cuentas por el sacrificio que soporta.
Sin llegar a dar la razón a quienes sostienen que la virtud es imposible y que la bondad hace siempre aguas, es cierto que muchos supuestos virtuosos están también bajo sospecha y nos rechazan la mirada.
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