Uniforme de feria
«Como dudo que el liberalismo haya dejado de hacerle ascos a la igualdad totalitaria, admito que esta uniformidad en las casetas me inquieta»
Después de veinticinco años asociando la misma señal a idéntica consecuencia, me siento como uno de esos manipulados perros de Iván Pavlov, —benditos sean—, aunque ... con notables diferencias. En primer lugar, reconozco que el sonido de la campana capaz de despertar mi reacción refleja no propaga su tañido entre armónicos. Más bien, interpreta una estridente partitura a martillazos durante la instalación de las casetas de la Feria de Día. Y por otra parte, lejos de salivar como uno de aquellos lebreles cuando he contemplado en ediciones anteriores a los operarios mientras descargaban tablones y ajustaban pernos, a mí siempre me ha saturado la pituitaria, casi al instante, un intenso olor a fritanga, cada año más denso, añejo y estremecedor.
Por lo demás, soy como uno de aquellos canes condicionados. Aunque aún no se hayan encendido los fogones, con el breve zumbido de un taladro ya soy capaz de oler el efecto de los vapores del aceite en los calamares congelados y en el adobo penetrante de la carne. También regresan a mis sentidos por el atajo de la memora todos esos vahos acres y pesados que desprende el ajo picado revuelto en mayonesa, de la salsa barbacoa templada entre el plástico de los botes, del chorizo criollo que suda sobre una plancha de hierro y de ese pollo troceado y bañado en salsa de curri que espera comensal entre migas de mollete. Escribo estas líneas y ya siento la necesidad de un antiácido.
Podría asegurar que hasta el sentido más fidedigno de la vista activó siempre algún mecanismo ilusorio, porque he podido incluso distinguir todos esos aromas condensados en una neblina que se desliza despacio y a ras de suelo hasta invadir todos rincones del centro de la ciudad e impregnar la ropa de ajenos e involucrados.
Este año, sin embargo, acaso los olores que despierten en mi imaginación con el trajín acelerado del montaje cambien sensiblemente. Algún efecto tendrá en mis reflejos el hecho de que las tablas y herrajes de las nuevas casetas lucen aún inmaculados, con un diseño renovado e impersonal que igual pudiera servir para despachar empanadas y lorencitos, como ha de ser el caso, que para vender vinilos, libros, cuencos de barro y arracadas de plata.
A nadie debiera sorprender la renovación, auspiciada por hosteleros y Ayuntamiento. Era previsible. Tampoco importa que las nuevas casetas sean estéticamente lamentables, tan feas como anodinas. Después de veinticinco años de feria y fritanga, soy incapaz de recordar una sola, grande o pequeña, humilde o pretenciosa, moderna o tradicional, que mereciera el apelativo de bonita. Lo que sí habrá de importar es la calidad aislante de sus materiales, en atención a la temperatura que habrán de soportar trabajadores y alimentos durante las soleadas y sofocantes jornadas de despacho en su interior que se pronostican. Solo quienes hayan sufrido en ediciones anteriores de la feria el efecto del calor extenuante, y vayan a hacerlo también en esta ocasión, podrán establecer una comparación fiable.
Sin embargo, lo que sí me sorprende es la uniformidad dispuesta en la inminente edición. Y como dudo que el liberalismo haya dejado de hacerle ascos a la igualdad totalitaria, admito que esta uniformidad feriante me inquieta. Tanto, como el hecho de que estas actitudes hayan anidado con cierta naturalidad entre quienes aún se consideran liberales, a pesar de que podrían haber dejado de serlo. Que aplauden a Bukele en El Salvador, porque impone contados cortes de pelo en los colegios, aunque esa medida recuerde a Kim Jong-un; que sienten lógica y justificada aberración por la uniformidad mahoista y son capaces de clonar sus casas con el catálogo de Ikea.
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