El regalo de fin de curso
«En señal de gratitud, muchos padres quieren corresponder con un detalle al maestro de sus hijos: algo intermedio entre la caja de lenguas de gato y quince días en Punta Cana»
Me dicen que los grupos de Whatsapp de padres y madres echan humo. Aunque los imagino así siempre. Por fortuna, jamás me vi obligado a ... formar parte de algo parecido. Los años de Educación Primaria de mi hija transcurrieron antes de que esa venenosa emulación insoportable de telepatía colectiva, instantánea, maniática, neurótica y a menudo inoperante pudiera arruinar mi escasa paz mental, como imagino ha hecho con la de padres y madres que durante el curso se han visto obligados a caer en ese sumidero de tiempo, paciencia y atención horadado en la intimidad de sus teléfonos para participar, con un febril tamborileo de pulgares contra el móvil, en discusiones bizantinas, sin recato, motivo y moderación, sobre un disfraz original para los carnavales o sobre el calzado idóneo para la excursión hasta el 'Valle de los 6 sentidos'.
A punto de superar un curso completo en el que por esa vía anidaron en sus cabezas toda suerte de bulos e instrucciones, juicios y malentendidos, ya fuera sobre el delicado parangón que brota en cada fiesta de cumpleaños, o sobre los exámenes a preparar y los trabajos a entregar, todos ellos se enfrentan al último debate del año, ese que acabará poniendo a prueba hasta el temple admirable de los consagrados al yoga Kundalini y a la meditación Vipassana. Un debate árbol, repleto de trampas y condicionales, como el fosco ramillete de esos algoritmos infinitos que arman la estructura mental de ChatGPT. Es decir: ¿admite mayoritariamente el grupo de padres y madres la conveniencia, o no, de hacer un regalo colectivo o particular, obligatorio o voluntario, discreto o epatante, a la maestra o al maestro de sus hijos e hijas, en señal de gratitud y reconocimiento por el buen desarrollo del curso?
Un regalo que bien pudiera corresponder al último boletín de notas, ese que indicará oficialmente los avances y estancamientos de cada criatura; ese que localizará a cada niño y niña de Primaria sobre o bajo la línea de la media que marque su clase, su curso, su ciudad, su provincia, su comunidad autónoma y su país. La prueba gráfica de que este niño ya se sabe los cabos y los golfos de medio mundo, o ha adquirido habilidades competenciales sorprendentes, aunque es arisco con sus compañeros y tiende a comportarse como un canalla indomable durante el recreo. Unas coordenadas en el espacio limitado arriba por la excelencia y abajo por la deficiencia donde pueda localizarse la evolución admirable de esa niña prodigo con las letras y las artes, incapaz de llevarse bien con los quebrados. Todos ellos, sin embargo, buenos chicos; todos aún prometedores, tal y como ha de revelar una detallada evaluación colectiva para confirmar que progresan adecuadamente.
En señal de gratitud por tantas buenas noticias deberían corresponder con un detalle –sugerirán algunos padres–: algo intermedio entre la manida caja de lenguas de gato y quince días en Punta Cana. Acaso un collar ibicenco, o un broche; puede que una pluma estilográfica o un juego de escritorio; por qué no una suscripción a un podcast, o una entrada para ver a 'El último de la fila'. Cosas sencillas que puedan cubrirse a escote. Porque otorgarles la confianza necesaria para hacer su trabajo desde el primer día, parece imposible. Excesivo. Inapropiado. Como difícil también parece respetar sus decisiones a lo largo del curso, seguir sus recomendaciones, aceptar sus advertencias, secundar sus encargos, asumir sus sanciones. Cualquier maestro cambiaría todos los regalos a debate por un mínimo respeto a su experiencia. No ya para que no lo amenacen o increpen, sino para que ningún niño acabe llamándolo a gritos por la calle, como al pobre don Gregorio, tilonorrinco o espiritrompa.
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