La primera semana
«Muchas voces son como el barro; un fango denso y pútrido que entra hasta la mente de quienes les prestan el oído y se dejan llevar por su corriente»
Ya pasó toda una semana. La más larga, mórbida y funesta de esta última década, aunque su inventario de desdichas cuente incluso con la erupción ... de un volcán en la isla de la Palma. Una semana compuesta de horas tan interminables como estaciones; de minutos tan pesados como imaginarias. Y es solo la primera de no se sabe cuántas.
Hoy somos todos levantinos y el barro nos ha impuesto el inicio de una nueva tarea nacional cuyo peso y duración se zafa de nuestros cálculos. Para llevar la cuenta sin perdernos, es necesario proceder a registrar esta primera semana primordial haciendo uso de métodos humildes. Por ejemplo, arañar con el palo de la escoba una muesca vertical en el muro infinito y embarrado que se ha alzado entre nosotros y la vida rutinaria, esa que parecía tan aburrida hasta que se ha ido de nuestro lado sin dar explicaciones; la vida anodina y monocolor, labriega de calendarios, que hasta hace una semana sembraba en rojo las letras pagadas del coche y plantaba en verde los descansos del trabajo; la vida sumisa y paciente que trajinaba apresurada entre los cumpleaños de los niños y las visitas al dentista, que repartía los ahorros entre la renovación de la cocina y las sesiones otoñales del gimnasio.
De un día para otro, esa vida ha abandonado nuestro hogar y se ha llevado consigo los puntos cardinales. Nada volverá a ser como era la semana pasada. Aunque nos pese, debemos aceptar que la prioridad y la urgencia dejarán en suspenso un buen puñado de propósitos que jamás retomaremos. Como es algo difícil de asumir, alzamos de inmediato la mirada con intención de sorprender a todos esos antojadizos demiurgos que disfrutan asomados al brocal intangible que imaginamos en las alturas. Si lo logramos, puede que nosotros también seamos capaces de ver cómo funciona la gran orquesta agitadora del azar que tanto se divierte a nuestra costa. Afirma John Cleese que hacer reír a Dios es fácil; basta con contarle nuestros planes. Por eso hay sueños que no debieran llegar a la comisura de los labios ni acabar escritos en hojas de papel. Allí arriba ya saben demasiado de nosotros.
Mientras leo entre líneas el periódico, yo también me he parado a escuchar el latido del silencio en mi cuarto, como hizo y dejó escrito Gil de Biedma: «Y el agua arrastra hacia la mar semillas/ incipientes, mezcladas en el barro,/ árboles, zapatos cojos, utensilios/ abandonados y revuelto todo/ con las primeras Letras protestadas.» Así son las riadas. Arrastran ruido con todo lo demás. No habían terminado las aguas de romper los pilares del mundo y ya brotaba un ramillete de ordalías en ambas orillas del barranco culpando y vociferando entre el oportunismo y la demagogia; alzando el brazo en revueltas redundantes sobre las turbulencias de las riadas. Muchas voces son como el barro; un fango denso y pútrido que entra hasta la mente de quienes les prestan el oído y se dejan llevar por su corriente. La autoridad sanitaria recomienda asepsia, protección y vacunas. El silencio es también una de ellas. Un silencio que brota siempre con la paciencia de los pequeños gestos. Al abrigo de este bendito silencio curativo y protector leo entre las líneas del periódico cómo asoman de nuevo las bondades de mi país gracias al traslado de nuestros bomberos, soldados, agentes, sanitarios, voluntarios; ese mismo silencio balsámico acompaña amable las iniciativas civiles que cargan de provisiones y de víveres camiones y turismos particulares rumbo a Levante. Es también el silencio de los vecindarios que compran, clasifican, empaquetan y envían con el orden sosegado que nace de su buena voluntad. Todo esto cabe bajo la primera muesca arañada en el muro. La primera de no se sabe cuántas.
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