El humo y los girasoles
«Hace unas horas los he visto envueltos en esta atmósfera irrespirable que habitamos por culpa de los incendios más devastadores del siglo, hasta la fecha»
En la carretera provincial que recorre el valle de Esgueva, además de ciclistas valientes y tractores abnegados —o viceversa—, pueden verse unos cuantos girasoles plantados ... en la cuneta. No me refiero a girasoles cultivados en una parcela destinada a tal fin, o a un pequeño conjunto de ellos que hayan podido prosperar en un recodo. Me refiero a girasoles dispuestos de uno en uno, como hitos kilométricos repartidos durante el trayecto, a lo largo de varios kilómetros, aunque desconozco cuántos.
Con el primer girasol que uno advierte por casualidad mientras contempla la belleza del valle, a pesar de las tropelías que lo maltratan —como la instalación de esos huertos solares en el municipio de Renedo, sobre buenos terrenos que debieran destinarse a la agricultura—, es fácil suponer que la tierra fértil, incluso al borde del asfalto, ha sido capaz de acoger con generosidad una semilla perdida durante la siembra de algún campo cercano. Pero al descubrir el siguiente y solitario girasol —también junto a la cuneta, aunque a unas decenas de metros del primero— y otro, poco después —separado de igual modo por un intervalo semejante—, seguido de otro más, es imperativo deducir que su presencia pautada y equidistante a un lado o a otro de la estrecha carretera no es azarosa, sino fruto de una acción deliberada.
Desconozco el motivo. Tampoco sé si hay más girasoles aislados y equidistantes en otras carreteras, pero no importa. Me basta este botón de muestra para complacerme al contemplar un hermoso girasol brotado al abrigo de la cuneta que se estira fresco y saludable entre matojos, cardos y herbáceas silvestres, con toda su riqueza. Y es agradable comprobar que alguien se tomó la molestia de colocar aquellas pipas, o aquellas plántulas, como quien alegra con flores el pasillo desnudo de un centro de salud, o viste con geranios los ventanales de un colegio de primaria sin que nadie y nada se lo exija. Sin otra motivación que la alegría despertada ante cualquier mejoría en el entorno. Una alegría que igualmente brota en el ánimo del benefactor como en el resto de beneficiarios.
Ya sé que, en este caso, no es más que una cuneta repleta de follaje asilvestrado, tupida por cardos y matorrales capaces de llegar a los dos metros a lo largo de su recorrido si el abandono al que le somete el mantenimiento programado por la Diputación así lo dispone. Pero me complace la cohabitación que se establece gracias a ellos, incluso en un espacio marginal. Por una parte, el caos del que venimos, siempre presente aunque queramos acorralarlo; por otra, ese orden kantiano, casi obsesivo, tan admirable como candoroso, que pretende dominar todas las fuerzas; el alma indescifrable, amada y temida, de la naturaleza, junto a la estructura básica, sencilla y predecible del hombre.
Todo nuestro paisaje es, en realidad, una muestra de esa cohabitación. La belleza racional de los campos parcelados por Cuadrado Lomas junto a la agreste improvisación de lo silvestre que admiraban los románticos. En ese duelo vivimos. La huella del hombre hace más habitable el mundo porque la fuerza de la naturaleza es tan incontrolable que no nos deja dormir por las noches.
Quiero interpretar la presencia de esos girasoles como el gesto simbólico de un pacto entre nosotros y el mundo que nos permite vivirlo. Hace unas horas, los he visto envueltos en humo, bañados en el fondo abisal de esta atmósfera irrespirable que habitamos por culpa de los incendios más devastadores del siglo, hasta la fecha. Aunque mucho me temo que la atmósfera irrespirable ya estaba antes y estará después, cuando el humo se disipe totalmente y la visibilidad permita vernos las caras de nuevo.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión