La culpa de los niños
«No imagino a alguien criticando una campaña de lucha contra el cáncer porque también hay gente en el mundo que muere atropellada»
Campa la injusticia. Son tantas sus causas –a cual más dolorosa y urgente– que no hay Quijote capaz de atenderlas todas al tiempo y mucho ... menos de ponerles fin. Es lógico que, de un modo u otro, incluso tácitamente y sin negociación previa, quienes se empeñan en defender a sus víctimas hayan optado por repartirse la tarea, como aquella pareja de amantes cantada por Alberto Pérez que se ocupaba del mar.
Mientras unos se afanan en hacer acopio de fondos para luchar contra el alzheimer, otros invierten su energía o exponen su integridad en ayudar a los náufragos que provoca la guerra y la pobreza. Hay comprometidos con la causa LGTBI+ y consagrados a la conservación del patrimonio natural; familias que acogen a niños saharauis durante el verano y médicos que dedican sus vacaciones a curar enfermos en aldeas perdidas. Un grupo recoge y reparte alimentos en una nave mientras otro repara juguetes donados para regalar a niños sin recursos. Hay voluntarios que acompañan a ancianos por las tardes y otros que de noche ofrecen café y caldo a los indigentes. Un colectivo mueve Roma con Santiago para recuperar la memoria enterrada de los represaliados del franquismo; otro se batirá el cobre entre administraciones y plataformas para impedir que una industria papelera acabe contaminando toda una comarca.
Algunos se especializan en denunciar y perseguir todos los timos comerciales y abusos de empresas e instituciones; otros gritan para llamar la atención ante la violencia machista. Ha habido madres que se reunieron durante años en una plaza, con un pañuelo en la cabeza, para que nadie olvidase el nombre de sus hijos; jóvenes que quemaron sus cartillas de reclutamiento en público para denunciar la injusticia de una guerra en la que no estaban dispuestos a participar, o para manifestar su objeción de conciencia; ciudadanos que tiñeron sus manos de blanco y las alzaron al cielo mientras le gritaban «¡basta ya!» a una banda de malditos asesinos.
Allá donde miremos, encontramos un motivo para alzar la voz o arrimar el hombro: familias sin techo y sin comida, ancianos desatendidos, enfermos sin cobertura sanitaria, mascotas sin hogar, padres y madres sin trabajo, poblados sin luz, consumidores sin garantías, jóvenes sin oportunidades, trabajadores explotados, especies amenazadas, obras y opiniones censuradas, patrimonios destruidos, yacimientos expoliados, muertos sin nombre, pueblos sin servicios, paisajes asolados.
Y luego están los verdugos que campan a sus anchas, a quienes cuesta tanto denunciar y detener, ya sean terroristas, acosadores, estados, dirigentes, corporaciones, grupos aislados, bandas organizadas, logias, cárteles, sectas, pandillas o individuos. Todos ellos, responsables de un martirologio de débiles que han llegado a formar parte de él solo por ser de una etnia, o civiles pacíficos, o mujeres, inmigrantes, homosexuales, pobres, niños, ancianos, demócratas, discapacitados, creyentes, obreros, ecologistas, voluntarios, ateos, médicos, sindicalistas, misioneros, educadores, activistas, periodistas, pensadores.
Por eso no entiendo que la lectura pública, pacífica y respetuosa del pasado domingo en la plaza de San Pablo de la lista de niños y niñas asesinados, hasta ahora, en la operación de destrucción y exterminio que ejecuta el gobierno de Netanyahu en Gaza, haya recibido el reproche de tantas personas empeñadas en eclipsar esta causa con otras, a su juicio, más importantes. No imagino a alguien criticando una campaña de lucha contra el cáncer porque hay gente en el mundo que muere atropellada. Qué culpa tendrán los niños y niñas palestinos de que haya tantas causas justas, como la suya, y tantas víctimas inocentes, como ellos.
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