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Veo en la marquesina de una parada de Auvasa la imagen publicitaria de una niña que abraza la cabeza de un velociraptor como si fuera ... una de aquellas cabritillas adorables que jugueteaban con Heidi. El anuncio cumple perfectamente con la misión para el que fue concebido —quién sabe si por una inteligencia inorgánica o por una orgánica, aunque eso ahora poco importe—.
No llegué a detenerme boquiabierto frente a aquel cartel como si fuera uno de los pastorcillos de Fátima, pero admito que mientas seguía caminando sin dejar de mirarlo, la perplejidad me acompañó un trecho. Eso no significa que le haga ascos a cualquier ocurrencia en nombre de la fantasía. Al contrario. Pertenezco a una generación dispuesta a dejarse engañar con sumo gusto por un cristal pintado en nombre de la ficción y al servicio de una historia. Y en el mismo conjunto ilusorio donde se hallan esos cristales pintados, inclúyanse las maquetas colgadas de sedales, los cromas chapuceros, las máscaras de látex, los dibujos humanizados de animales o de objetos, el atrezzo de corcho o las marionetas con pelos de lana y ojos de vidrio. Ningún problema con eso. Aunque también soy un espectador habituado a los convencionalismos del siglo pasado que pautaban algunos códigos tácitos para que los argumentos discurrieran sin la cortapisa de malentendidos adicionales. Por ejemplo: las criaturas realmente peligrosas se nos mostraban con apariencia aterradora a fin de que la historia solo pudiera optar entre acabar con ellas o huir de inmediato para salvar el pellejo. Así que, para asimilar por parte de las terminaciones nerviosas ya encallecidas y poco flexibles de mi cerebro la ternura de una niña que se prodiga en carantoñas sinceras a una cabeza de dinosaurio llena de dientes, necesito, cuando menos, unos segundos de digestión.
En realidad, los creadores del anuncio conocen los vericuetos de mi cerebro mejor que yo. Sabían perfectamente que llamarían mi atención y que después, abierto el boquete, entraría en mi cabeza el torrente de su mensaje hasta la bodega de mi subconsciente, es decir: las empresas energéticas comienzan a manifestar sin titubeos su intención de ponerle fin al uso de combustibles fósiles para producir electricidad. Abandonan el uso de fuentes primitivas y contaminantes, entre las que, supongamos, aún habrán de permanecer cautivos y licuados los restos de todas aquellas criaturas remotas con las que el hombre del mañana pretende reconciliarse a partir de hoy.
«Hala, ya está; ya pasó —parece indicar el lenguaje corporal de la niña que nos representa a todos—. A partir de este instante seremos amigos. Vamos a dejar de meter el vaho inflamable y prisionero de vuestros restos en las calderas de nuestras centrales térmicas. A partir de ahora, el mundo almacenará en sus baterías el poder limpio e inodoro (sin ánimo de ofender) del sol y de los vientos; ya sabes, velociraptor amigo: a partir de este momento, a disfrutar. ¿Quieres una lata de comida para perros...?»
Sin embargo, ahora que todo es amor entre los evos del planeta y nos reconciliamos con criaturas del Jurásico que ya no existen, parece que hemos decidido dar la espalda a aquellos otros animales que, a duras penas, aún lo hacen. Contemplo la amenaza de los superlativos huertos solares proyectados en la rica tierra del valle de Esgueva e imagino los efectos que habrán de causar en la vida, no solo de los vecinos de pueblos como Renedo, sino de los milanos y las lechuzas, de los corzos y los conejos, del lobo, del zorro y del jabalí. Un daño tan irreparable, que acaso en un futuro de difícil datación, una marquesina publicitaria acabe mostrando el arrumaco cariñoso entre una niña y cualquiera de ellos.
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