Mundo virtual (o cómo perder el control de la realidad)
«Y, como bien ha apuntado el movimiento 'Soy mayor, no idiota', hacen sentir inútiles o lerdos a los sujetos de edad si no se muestran capaces de llevar a cabo sus trámites autónomamente»
La famosa votación de la reforma laboral la semana pasada ha generado gran polémica. Pero, más allá de la visión nada edificante que los hechos ... ocurridos proyectan sobre un parlamento y un país, surge la duda razonable acerca de ciertos procedimientos: parece que no es el caso, pero ¿puede fallar una aplicación informática y generar un 'pifostio' (o 'cifostio') como este? La respuesta es que sí. La tecnología falla más a menudo de lo que, en general, se supone.
Y ello debería hacernos reflexionar sobre las inseguridades de todo tipo que crea cualquier acción de las desarrolladas habitualmente en el ciberespacio: cuentas usurpadas en que individuos desconocidos opinan o contestan desde la pretendida identidad de uno mismo; saqueos en los propios ahorros bancarios; gestiones administrativas que nos son anunciadas y resueltas por mensajes –que pueden traspapelarse (yendo a parar al correo no deseado o 'spam')–; bulos con sellos oficiales avisando de timos u ocasionándolos…
Pues el asunto que se debate, al fondo del error accidental en la votación de marras, no es irrelevante (y quizá desemboque en una discusión legalista de mayor calado cuando llegue a los tribunales): ¿Debe prevalecer el voto electrónico ante el presencial a pesar de que el causante de todo este embrollo hubiera advertido de su error y se dispusiera a subsanarlo en persona? Porque lo que sí va estando claro –aunque el PP defendiera inicialmente lo contrario– es que esta vez (con casi toda seguridad) la equivocación no fue técnica, sino humana, pero podría haber sido al revés. Y entonces el dilema permanece: ¿No existirá modo de enmendar tal desatino?
Puesto que, dentro de lo que algunos ya denominan «jeroglífico administrativo» y habría de llamarse «laberinto de los sistemas informáticos», nos vemos –en un montón de circunstancias– no solo obligados a buscar la respuesta acertada en un sinfín de casillas, sino –por último– a firmar con rúbricas digitales que no funcionan; y a asumir que nuestra firma física no sirve para sustituir a la meramente electrónica y que –por tanto– lo «real» vale, hoy, menos que lo «virtual»: o, lo que resulta más preocupante todavía, llega –en según qué situaciones– a carecer de validez legal. Por lo que vagamos –con frecuencia– en una inseguridad jurídica provocada por las mismas administraciones.
Quedaron atrás aquellos tiempos medievales en que se precisaba que varios notarios rubricaran con sus característicos iconos el valor de los documentos; o –mucho más recientemente– la época en que aún la firma era indispensable para validar la trascendencia de cada acto jurídico. En la actualidad son, entre otros, los bancos quienes –prácticamente– te fuerzan a realizar un número importante de operaciones de forma electrónica. Y, como bien ha apuntado el movimiento 'Soy mayor, no idiota', hacen sentir inútiles o lerdos a los sujetos de edad si no se muestran capaces de llevar a cabo sus trámites autónomamente.
Hay un vídeo de moda –entre los que circulan por Internet–, el cual parodia y denuncia simultáneamente este panorama: una supuesta carnicera dice que ha venido a comprar a su establecimiento el director del banco y, luego, explica cómo le somete a esperar y a otras tantas desconsideraciones sin cuento, como cobrarle por la ayuda prestada para trocear la pieza de pollo que se lleva, además de remitirle a buscar las instrucciones para hacerlo por sí mismo en la próxima ocasión en la web y en las aplicaciones correspondientes; para terminar sentenciando, después de añadir que por el asesoramiento también cobró al directivo la consabida comisión: «¿Te imaginas que tratásemos así a nuestros clientes? Pues tal es exactamente como nos tratan ellos a nosotros. Espero que esta historia rule y se les caiga la cara de vergüenza».
En todos estos ejemplos nos topamos con un idéntico denominador común: la sensación de desvalimiento ante una maquinaria que hemos de emplear –tanto si queremos como si no– para efectuar funciones fundamentales de nuestra vida que antes desempeñábamos directamente. La realidad ha muerto y con ella hemos ido perdiendo el control de nuestros actos.
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