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Ibarrola

Muerte y vida

Un salvoconducto eficaz para los libros siempre ha sido la pereza de quienes jamás los abrirían ni se esforzarían en leerlos

Rafa Vega

Valladolid

Miércoles, 13 de abril 2022, 00:49

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Las redes sociales y su atrofiado sentido del humor, las redes sociales y su querencia al tribalismo son la prueba, no la razón, de que ahora no se lee. Y no me refiero a la venta –«Lo que regatea la curiosidad literaria lo da a veces con creces la tontería», advirtió Delibes al respecto– sino a la lectura. La razón para ello, por otra parte, es más antigua. De lo contrario, la mayoría de los libros de antiguo o de ocasión que hoy tiritan junto al Campo Grande, jamás hubieran alcanzado esa categoría sin haber pasado antes por la de libro usado. Primero, porque muchos de ellos hubieran sido acogidos por ese unicornio blanco que es la miríada lectora cuando fueron novedad y no continuarían peregrinando en busca de lector, como adultos en un orfanato; segundo, porque de haberse visto realmente sometidos a la atención obtusa que observa últimamente el mundo, habrían sido objeto de persecución.

Un salvoconducto eficaz para los libros –mal de esta civilización que avanza y retrocede desde los tiempos del orden Dórico– siempre ha sido la pereza, la desidia endémica de quienes jamás los abrirían ni se esforzarían en leerlos. ¿Cuántos autores no habrán logrado la permanencia en la nube caótica y difusa de los grandes nombres solo porque el suyo alguna vez anduvo listado en el índice de títulos prohibidos y no precisamente porque sus palabras llegasen a ojos y oídos demandantes?

Es trágico y cómico pensarlo, pero andan los estantes de las bibliotecas públicas más añejas y las cajas que llenan y vacían los feriantes, repletas de delirios audaces, de confesiones suicidas, de manifiestos fundacionales que dormitan en estado latente, como el esperma congelado de los famosos, como las semillas almacenadas en el Ártico, y que arderían bajo un capirote penitencial en cualquiera de los autos de fe que a diario se celebran por la aldea global y virtual si de ellos hubiera amplio conocimiento.

Muchos de los volúmenes asomados en la Feria del libro antiguo no solo se han salvado de una segunda quema en la biblioteca de Alejandría gracias al prodigioso invento de la copia, incluso desde la paciente, traviesa y creativa réplica amanuense, o desde que la imprenta tuvo a bien convertirlos en especie capaz de crecer y multiplicarse. También los ha salvado ese pasar inadvertido de los roedores diminutos en tiempos jurásicos; el milagroso trayecto hasta los ojos de la mínima cantidad de lectores que, sin embargo y por fortuna, siempre hubo y aún subsiste.

Hoy, cuando la producción anual de títulos y autores ha superado finalmente cualquier capacidad de asimilación, incluso para los ávidos y obsesivos, es más fácil aún la garantía de ese refugio frente a las batidas inquisidoras de todo pelaje. Aunque me pregunto si es posible llegar a entredecir la sonoridad de las frases de un libro si nadie las lee y nadie las escucha; me pregunto si acaba ocurriéndoles a ellas lo mismo que al ruido producido por esa rama del bosque cuyo crepitar acaso nadie oye.

Quiero creer que no pasa el tiempo para un libro cerrado; que experimenta, en cierto modo, el acontecimiento proclamado por Pablo de Tarso para explicar a los cristianos primitivos el trasunto instantáneo de una resurrección completa, colectiva y simultánea para todos y cada uno de los cuerpos cuando frise el mundo su final. La misma ausencia de ínterin temporal en el inabarcable viaje realizado por un fotón desde que abandona su estrella materna hasta que alcanza nuestra pupila en alguna azarosa contemplación del cielo nocturno. Ferian hoy libros que llevan décadas en un paréntesis atemporal de cajas y mostradores, con la esperanza de que un día se topen con su lector y regresen al latido de nuestras horas.

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