Qué maravilla
«Qué buen torero es el extremeño Emilio de Justo, cómo ha superado la travesía del desierto de varias temporadas en el ostracismo»
Llovía y la niebla amenazaba con echarse encima, pero el agua nunca ha roto costillas y estaba de Dios que la niebla aguantase, así que ... sonaron los clarines, se abrió el portón de chiqueros y el primer astado de la temporada, colorado y hondo, salió arreando. Y entonces sucedió lo que nunca jamás se había visto: llamado desde uno de los burladeros (repletos de gente) que recorren los paredones (en Valero no hay callejón), el animal midió las tablas, metió un cuerno, dibujó un escorzo inaudito con la cabeza, introdujo el pitón contrario y se coló de cuerpo entero, barriendo por dentro ese burladero y los tres aledaños. No pasó nada, porque la gente serrana está a la que salta (y nunca mejor dicho), pero fue un visto y no visto de tensión y pasmo.
Qué buen torero es el extremeño Emilio de Justo, cómo ha superado la travesía del desierto de varias temporadas en el ostracismo. El coso de Valero resulta muy complicado, porque presenta un desnivel acusado y, según los momentos, el toro tiene mucha ventaja. Sin embargo, qué verónicas al paso, qué manera de doblarse por abajo y qué derechura en una suerte suprema de la que no se salió ni al final, a mi juicio temerariamente. Es muy llamativa la comunión que de modo natural prende entre el torero y los aficionados en estas plazas de la charreria. Valga una muestra: se disponía el diestro a ejecutar la suerte suprema y, a mis espaldas, un niño comentó a su padre que «ese toro tenía más pases». Era un sentir generalizado, expresado sin gritos extemporáneos ni exigencias maleducadas. Hablaba con la fuerza del silencio. Y de inmediato le llegó al torero, que tiró la espada, acortó las distancias, recogió la muleta y se fundió con el toro en una tanda larga y suave, prodigiosa.
En fin, salía de la plaza cuando sonó el teléfono. Era Victoriano Valencia, torero grande, que se retiró en 1970, con faenas en su haber como aquella de 'Malvaloco' en Las Ventas, a comienzos de los años sesenta, que mi tío Gonzalo se sabía de memoria (y me la enseñó). «Gonzalo, ¿cómo ha ido Valero?». Hacía muchos años que había toreado ese Festival, tarde aquella en la que cortó todas las orejas y un rabo y hasta le regalaron el lomo, que se lo metieron en una caja de calcetines. Y luego fue la apoteosis por las calles del pueblo, agasajado casa por casa. «¿Cómo ha ido Valero, cuéntamelo?». A mí me pasa lo mismo, por eso sigo volviendo y, cuando falto, la nostalgia me puede. Valero es inolvidable. Como cantó Lope de Vega del amor, «¿quién lo probó, lo sabe?». Qué maravilla.
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