Manchas imborrables
Padezco la fatiga que da mentar hechos y protagonistas de ese pasado que es el terrorismo
elena moreno scheredre
Viernes, 10 de enero 2020, 07:29
Para tragarme el debate de investidura, y rematar las navidades, me puse cerca de los restos de turrones que van quedando pringosos en una bandeja ... que heredé de mi madre, y que no acabo de poder prescindir de ella. No soy de dulces, pero guardo una inexplicable querencia infantil con la torta imperial y el polvorón, así que para pasar el trago de este Gobierno que tanto se ha hecho de rogar, acometí uno de ellos. A medida que el lenguaje de nuestros próceres se volvía violento, vergonzoso, frentista e impresentable, acabé con la torta imperial. Triturar las almendras me ayudaba a metabolizar el bochornoso espectáculo. Justo cuando la diputada Aizpurúa subió al estrado, y sin que se moviera uno de los 43 músculos faciales, me vino a la cabeza la imagen de un cuadro de la escuela flamenca que no he conseguido olvidar. Sucedió hace tiempo. Una amiga me invitó a pasar un fin de semana en una finca propiedad de una familia muy acomodada con la que ella se relacionaba, y cuya casa era lo más parecido a una mansión de película. Cuando franqueábamos el umbral por un camino de gravilla perfectamente equilibrado, y antes de que un hombre uniformado con librea abriera la puerta del coche, mi amiga me advirtió: «No se te ocurra preguntar por los negocios del abuelo…».
La estancia fue lo más parecido a un sueño y la habitación donde me alojaron, además de una cama 'king size' incluía un par de cuadros de la escuela flamenca que me han servido para recrear el escenario de alguna novela. La familia era encantadora, culta, sencilla y la recuerdo con aprecio, pero cada vez que alguien nombra su apellido no puedo evitar pensar en el fantasma del abuelo. Según averigüé con posterioridad, la fortuna acumulada se fraguó al amparo de la desesperación por huir de los judíos centroeuropeos durante la segunda guerra mundial. El secreto, con sus nada éticos detalles, había quedado demostrado en un libro que desvelaba las vergonzosas negociaciones entre el patriarca y los consignatarios de buques de la época.
El año pasado volví a la casa. Había sido reformada para albergar a los cuatro herederos, y su ambiente era más Ikea, aunque la madre se había reservado la parte noble, en cuyas paredes paneladas en madera colgaban cuadros preciosos de los que no podía apartar los ojos imaginando qué habría sido de sus legítimos dueños. Pensé en el pasado de la señora Aizpurúa, y en que quizás no lo conocieran todos los parlamentarios del hemiciclo, pero que con seguridad el futuro presidente lo conocía. Padezco el cansancio y la fatiga que da mentar hechos y protagonistas de ese pasado imborrable que es el terrorismo, pero el cerebro no argumenta, ni omite nada que las emociones hayan grabado a fuego y con ella me pasa como con los cuadros de esa digna familia, que ha hecho como si su pasado no tuviese relación con el presente.
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