Excesos tecnológicos y destrucción del mundo
«La preponderancia de las tecnologías e ingenierías (sin reflexión ni 'filosofías') por encima de la ciencia –propiamente dicha–, ha conducido con frecuencia a su indiscriminado uso y, no pocas veces, abuso durante los últimos siglos»
Sam Altman, el llamado gurú de la Inteligencia Artificial, no pierde ocasión para hacer advertencias y profecías, mientras se dedica a ganar dinero -que es ... lo suyo-. En esto, parece seguir los pasos de Musk, Gates y Cía., los cuales -más que empresarios con visión comercial- se diría que son los líderes de una nueva religión. Y puede que lo sean o que asuman serlo. De hecho, peroran a menudo desde sus púlpitos -pagados a golpe de talonario en las redes- sobre cómo será (o en qué debería convertirse) la humanidad en el futuro, siempre según ellos.
De modo que lo mismo nos amonestan sobre lo que habríamos de comer; nos recomiendan viajar a Marte -comprándoles el billete-; o, como Altman ahora, anuncian que conseguiremos en breve, si no la inmortalidad, al menos un envejecimiento indefinido -o «en diferido»- gracias a sus nuevas inversiones. Dejando a un lado pequeñas minucias éticas (como quiénes podrán pagarse tales tratamientos), resulta muy significativo ese carácter benefactor que -casi obsesivamente- todos estos personajes buscan dar a sus negocios; así como el rechazo que les produce la reflexión y el pensamiento crítico: igual que a todos los profetas que en el mundo han sido.
Lo más relevante, en este sentido, es la petición de Altman a la sociedad -en general- de que «se deje de filosofar y se trabaje en la IA» (lo que -indudablemente- es lo que a él y sus socios más les interesa). Sin embargo, sin haber filosofado antes, eso que se entiende habitualmente por 'progreso' no se produciría, Y de ahí la tensión, no del todo extinguida ni resuelta, entre movimientos como el de la Ilustración o el Romanticismo, que -en lo fundamental- vendría a consistir en un debate acerca del concepto de 'progresar': de la elección entre la fe ilimitada en torno a ello o cierta sospecha respecto a sus consecuencias.
No es éste el lugar para dirimir qué habría de considerarse 'progreso' y qué no. Sólo cabe constatar que la preponderancia de las tecnologías e ingenierías (sin reflexión ni 'filosofías') por encima de la ciencia -propiamente dicha-, ha conducido con frecuencia a su indiscriminado uso y, no pocas veces, abuso durante los últimos siglos. De forma que, para resumir, ha de destacarse algo que -demasiado a menudo- se ignora o pasa por alto: que, hoy, estamos -seguramente- pagando, en buena medida, las repercusiones indeseadas de la revolución industrial (o revoluciones subsiguientes); e intentando revertir los destrozos planetarios que, con la emergente industrialización de países como China y la tibieza o vaivenes en el tratamiento del medio ambiente por los USA -y otras naciones tenidas por avanzadas-, no hacen sino acentuar la impresión de riesgo global. Con muchas de las innovaciones tecnológicas actuales y la 'ceguera' de sus 'visionarios' impulsores ocurre un fenómeno similar: no sabemos cuál va a ser la trascendencia de tamañas transformaciones y si redundará en un bien y mejora de la vida de las gentes o -como ya está empezando a conocerse- tendrá un impacto negativo en los empleos, la sostenibilidad, equilibrio e higiene mental de las generaciones presentes y futuras.
Convendrá traer a colación, aquí, el no desdeñable éxito reciente de una película que lleva el nombre de Oppenheimer y afronta, precisamente, la responsabilidad de cruzar ciertas líneas entre ciencia, política y ética. Porque, abordado el problema desde este punto de vista, tal vez tendría que deducirse que, a pesar de los buenos resultados conseguidos en taquilla, ha sido más bien escasa la reacción del público de cara a un film que va más allá de lo meramente cinematográfico; ya que constituye -también- un grito de alerta, un aviso para la humanidad sobre los efectos devastadores del arma que poseen en la actualidad cinco estados, entre ellos Rusia, quien -dado el contexto geopolítico que se vive desde hace casi dos años- nos sigue amenazando con el apocalipsis nuclear. Pues no hubo motivos suficientes para liberar a tal monstruo de autodestrucción en aquel entonces ni los hay ahora, cuando -de nuevo- nos asomamos al borde del abismo de una doble catástrofe: la del fin del mundo o su definitiva deshumanización.
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