Culpas y víctimas
«Lo que ha resultado triste de ver es que, antes incluso de que la catástrofe natural terminara o de que pudieran saberse y contabilizarse sus consecuencias, ya se hallaban los partidos políticos intentando desplazar responsabilidades y culpas hacia el otro u otros»
En las últimas semanas, los medios de comunicación han estado difundiendo un sinfín de opiniones y debates en torno a la DANA que anegó tierras ... del Levante español. No digamos, ya, las redes sociales. Se habló, así, sobre la «intolerable incompetencia» de los políticos o del «vacío» e «incomparecencia del Estado» en sus distintos estamentos y niveles (del autonómico al nacional). Existía –además– un referente previo, y nada lejano, con el cual comparar unas actuaciones y otras, que era el Huracán Milton, llegado hace un mes y medio a las costas de Florida. Y no es que los vientos de este ciclón dejaran –precisamente– de causar daños a su paso; pero las alarmas transmitidas a tiempo, advirtiendo de su peligrosidad, y las evacuaciones determinadas por las distintas administraciones evitaron males mayores y –sin duda– salvaron vidas, aunque no pudiera evitarse el fallecimiento de algunas personas.
Nada parecido a lo de Valencia, donde las alertas fueron ninguneadas o –directamente– no funcionaron; y casi nadie parecía estar en su sitio tomándose lo suficientemente en serio la situación o adoptando las decisiones oportunas. La bien diferente reacción institucional ante una DANA no tan grave, pero también muy peligrosa y perjudicial, que –días después– afectó a varias provincias de Andalucía, no hizo sino acrecentar esa impresión de que las cosas podrían haberse afrontado bastante mejor, quedando aún más en evidencia la ineficacia y errores de los más altos responsables de la Generalitat valenciana y del propio gobierno de la nación.
Lo que ha resultado –en verdad– triste de ver es que, antes incluso de que la catástrofe natural terminara o de que pudieran saberse y contabilizarse sus consecuencias, ya se hallaban los partidos políticos intentando desplazar responsabilidades y culpas hacia el otro u otros. Mientras, todavía la gente estaba muriendo y familias enteras perdiéndolo todo. Mientras, la desgracia –en forma de incontenibles inundaciones– arrastraba los mundos creados, durante tantos años, contra el tiempo y las dificultades por el esfuerzo de muchas personas. Mientras, se amontonaban –con el barro– la ira, el dolor y la impotencia de la población.
Pero, al fondo de la tragedia acaecida, surge uno de los problemas del país que –junto al de la sanidad y la inmigración– no ha alcanzado la atención y debate que merece por parte de políticos y ciudadanía: la gestión del agua. No es solo que no se haya llegado a consensuar un plan hidrológico acorde con las normativas europeas; o que el mantenimiento de presas y embalses, así como la inversión en ello, no cuenten con el apoyo exigible. Ocurre que -según ahora se ha comprobado- faltan mecanismos y recursos idóneos para que las alertas sean conocidas con la necesaria rapidez o para que se ejecuten los planes de evacuación pertinentes. Cierto que, en el reciente caso que nos ocupa, se había desmantelado en 2023 –por el gobierno de PP y Vox– la Unidad Valenciana de Emergencias (UVE), mermándose las posibilidades de actuación frente a los desastres. Sin embargo, cualquiera que viva en pueblos cercanos a los ríos, a lo largo y ancho de España, sabe que la tardanza en la comunicación de avisos por crecidas y suelta de agua de las presas no es una realidad excepcional.
En el año pasado, tuvieron lugar en Castilla y León inquietantes inundaciones en absoluto similares a las sucedidas en Valencia, pero acerca de las cuales también hubo importante disenso institucional, porque las administraciones locales y regional discutieron con la Confederación Hidrográfica respectiva a quién correspondía la responsabilidad de haber alertado con tiempo sobre las mismas. Pues el agua da vida, pero igualmente trae destrucción y muerte. Hoy, la preocupación estratégica de los partidos parece prevalecer sobre el resto de las calamidades que la DANA produjo; y no debería ser así. Por esencial que se nos presente la reconstrucción de lo perdido, e indispensable que resulte el agilizar los procesos de indemnizaciones y reparación, no ha de pasarse página –tranquilamente– por encima de esta enorme herida abierta de más de 220 víctimas.
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