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El tipo tiene un aspecto como si acabaras de cruzar a Shrek con Álvaro de Luna, El Algarrobo; una punta de Alcurrucén dentro de un ... árbitro de fútbol de los de los 80. Creativamente es como si hubieran injertado a Tchaikovsky en un patrón de Velázquez, la brillantez cervantina dentro de la elegancia praxiteliana. Hoy, cuando algunos tratamos de dilucidar si queremos llegar a la modernidad a través de la profundización en la tradición o si, por el contrario, lo que estamos haciendo es redescubrir la tradición profundizando en la modernidad, la respuesta no es otra que Dámaso, que de modo instintivo lo sintetiza todo de forma natural y con la aparente sensación de facilidad que la naturaleza reserva a los genios. Eso está al alcance de pocos, quizá de aquellos que para alcanzar un lenguaje propio, complejo y sofisticado solo tienen que abrir la boca y unir, así, la arrogancia extrema y la extrema humildad que supone ser uno mismo. Dámaso no busca complicar lo sencillo; tampoco simplificar lo complejo. Creo que él lo ve todo a la vez, su creatividad no tiene fases, es holística, como cuando Beethoven escribía desde la sordera o, mejor aún, como cuando Miguel Ángel esculpía el 'David' eliminando el mármol que le sobraba a la figura de dentro del bloque. El exceso de barroquismo convierte la vida en una afectación pueril y repugnante. La desmesura en la contención nos lleva a un encorsetamiento insoportable. Contra ambos vicios, Dámaso es Morante: el pellizco de la inspiración sobre la base más clásica.
Lo conocí en Urueña. Mi familia y yo fuimos de excursión por allí –mi abuela Candelas era de Peñaflor; a los Torozos los llamamos 'casa'– y nos dio por comer en un restaurante que se llamaba 'La loba parda', creo recordar. En realidad, lo recordamos perfectamente, allí nos hicieron unos garbanzos con langostinos cuyos ecos aún resuenan en casa de mi madre y en el corazón de los poetas. La comida nos pareció extraordinaria. Posiblemente veníamos de Villalar, de la campa. Y posiblemente fuera de nuevo 23 de abril cuando, el año siguiente, volvimos a la escena del crimen. Pero estaba cerrado y aquello nos dolió como una cornada de tres trayectorias. Cerrado y para siempre. Se habían ido de Urueña y mi familia lloró como Lorca por Sánchez Mejías. Pero muchos años después, mi amigo Alfredo Carrión y yo montamos un club gastronómico para comer extraordinariamente bien un par de veces al año. No es una ambición pequeña, pero, en cualquier caso, es una afición como cualquier otra: unos se abonan al Pucela, otros a la Seminci y nosotros peregrinamos a los templos de la cocina, que son los templos de la creatividad de nuestros días. Nuestro club tenía solo dos socios. Posteriormente hubo alguna solicitud de ingreso, pero dijimos que no, que éramos dos y que casi nunca llegábamos a acuerdos, así que como para hacer asambleas. Visitamos Trigo, Martín Quiroga, Paco Espinosa y, sin entrar en detalles, todo lo que merecía la pena en aquella época, que no era tanto como ahora.
En algún momento, Alfredo me habló de un lugar en Simancas que debía conocer. Era Dámaso, claro. Y el descubrimiento fue para mí como una epifanía: aquella cocina era la de aquel que me asombró en 'La loba parda' y al que llevaba tanto tiempo buscando. Luego lo seguimos a Puente Duero, como penitentes. O quizá fuera al revés, me empieza a fallar la memoria y más si hay vino de por medio, como es el caso. Años después llegamos a su restaurante en La Galera, donde he disfrutado unas cuantas veces. Desde luego, bastantes menos de las que me habría gustado. No quiero insistir en las virtudes de su cocina, que creo han quedado claras. Prefiero cruzarme al otro pitón y contarles que lo mejor de Dámaso es que mientras le hablas del fondo de no sé qué plato, el tipo mira al cielo. Parece que te está haciendo caso, pero, por supuesto, nada más lejos de la realidad: mientras le hablas, Dámaso se sienta en tu mesa, se sirve un vino de tu botella y te comienza a hablar del movimiento de las aves sobre el río. O del cielo del páramo o de los Cortados de Cabezón. Una vez, con Luis Pérez, vimos desde allí Guadarrama, que sé que parece imposible, pero que es estrictamente cierto. Supongo que le estábamos dando el coñazo con el punto del arroz y él saldría al jardín, se pondría la mano derecha de visera, como un arapahoe, y decidiera que era el momento de callar y ver la sierra. Otra vez, con Iván Sanz, vimos las estrellas. No porque fuera de noche, sino porque estaba por allí Jaime Suárez, enólogo de Dominio de Atauta, que nos invitó a una botella de su (excepcional) vino. Iván correspondió con el suyo: otro (excepcional) Solideo, de Dehesa de los Canónigos. Y yo, en el medio de todo aquello, disfrutando del espectáculo de ofrendas sucesivas como si, por algún extraño motivo, hubiera llegado a la vez al cielo de los cristianos y de los budistas. Y en ambos casos, sin merecerlo.
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Leo en 'El Norte' que Dámaso se ha hecho con la gestión de La Pérgola del Campo Grande, lugar que amo y a cuya ausencia he dedicado no pocas jaculatorias. Que La Pérgola vuelva es motivo de fiesta. Que sea de la mano de Dámaso, es un orgullo y una enorme suerte para nuestra ciudad. Hartos como estamos de esa proliferación de locales tontorrones con tataki de salmón, ensaladilla mediocre y brocheta de pollo en salsa teriyaki; consumidos en un infierno de croquetas de boletus, de brioches extrañas y de tacos de no sé qué pijada; ahogados en un océano de mesas altas, de música vulgar y de montajes instagrameables, llega por fin la verdad, la honestidad y la apuesta ganadora y contracultural de un hombre que cita de frente, contra el tiempo y el espacio. Si le dejamos, es probable que se cocine un pavo real. O que se ponga a criar truchas en el estanque. En cualquier caso, le faltará horizonte visual, pero lo ganamos el resto en horizonte vital. Por primera vez en mi vida, estoy deseando que llegue el verano. Es posible que Alfonso Niño y Paty Varela estén igual que yo y, conociéndolos, quizá hayan reservado para tres sin decírmelo. Y Alfredo, lo mismo. No descarto que estén ya todos haciendo cola. Si encima hay arte y música, mi imaginación se desboca, el corazón se acelera y estoy ya deseando encontrarme con Dámaso para decírselo en persona. Aunque conociéndolo, lo más probable es que se sirva un vino de mi botella, me mire fijamente y me diga que sospecha que hay que ser un poco idiota para compararlo con Práxiteles. Razón no le falta.
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