Apología de lo cercano
«De vuelta a mi barrio, en medio de una sombra que tiene algo de redención, pienso en la pobre gente que estos días se abrasa en la playa y hace cola en chiringuitos con paellas fraudulentas y Lambrusco calentorro»
SOCIEDAD CASTELLANA DE EXCURSIONES
Los que, además de no tener pueblo, tenemos la condena de mirar las piscinas con una desconfianza como de insecto no tenemos demasiadas alternativas los ... fines de semana de verano. Mi barrio, San Andrés, está envejecido y despoblado. Aún así, entre semana es capaz de mantenerse vivo con respiración asistida, gracias a los comercios de Mantería, al mercado de El Campillo, a la vida que traen los colegios cercanos y al juzgado de Nicolás Salmerón. Pero los domingos todo eso está cerrado, sólo estamos los que somos, no hay engaño posible ni desfibrilador demográfico. Y, entonces, el barrio se vuelve un pasaje distópico y apocalíptico sin una sola persona por la calle, con perros que ladran y un sol que tiene algo de penitencia. La iglesia es uno de los pocos lugares que quedan abiertos en días como estos. Y, aun así, depende de la hora, Entre las doce y la una hay un pequeño ajetreo, pero se disipa rápidamente, en lo que las señoras pasan lista, hacen recuento, se saludan entre ellas y vuelven a su casa, que es un santuario de persianas bajadas y ensaladas camperas.
Entre los aviones, las playas, las piscinas, los pueblos y demás formas de escapismo, es posible que los domingos de verano no haya más de cien personas en mi barrio, que parece un pueblo abandonado en la memoria de un gigante. Así que, para estar en un pueblo, he decidido hacerlo de verdad y he hecho algunas excursiones. La primera, a Pedraza, que es una villa medieval en lo alto de un teso que ha sabido mantener su encanto antiguo, su belleza altiva y un ambiente verdaderamente acogedor y tranquilo, pero con ese ramalazo medio madrileño que tienen los segovianos. Cuando saben que eres de Valladolid, tienda a mirarte un poco por encima del hombro, como si el pueblerino fueras tú. Y, en parte, tienen razón, Segovia tiene ese punto capitalino que le falta a Valladolid. Y Pedraza está a hora y media de mi casa y a hora y media de Madrid, pero esa equidistancia trae ya aires como de pijo de la A1 con casa en la Sierra. Pedraza es Castilla con pasta. Sus noches tranquilas te llevan a Abderramán, al Condestable de Castilla y a Ignacio Zuloaga. Pero sus mañanas frescas y soleadas te hacen sentir un privilegiado que estuviera tocando la historia Trastamara con sus dedos. No encuentro una maravilla mayor que visitar mi tierra castellana en fines de semana como este, pasear por sus calles, entender mejor de dónde viene todo y recordar quienes somos y de qué estamos hechos. Pedraza es un escenario de película con señores con boina que pasan las horas sentados bajo el soportal de la plaza y que te saludan con un seco 'buenoooo', a lo que, por supuesto, solo cabe responder con un áspero 'valeeeee'.
«Entre los aviones, las playas, las piscinas, los pueblos y demás formas de escapismo, es posible que los domingos de verano no haya más de cien personas en mi barrio»
Y algo parecido encontré el siguiente fin de semana en Frómista y Carrión de los Condes. No tienen ese pijerío de Pedraza –una mezcla entre Santillana del Mar y Comillas–, pero el ambiente tiene esa alegría provisional, ese acento europeo y esa vida compulsiva tan típica del Camino de Santiago. Aunque, en realidad, a donde yo iba fundamentalmente es a Villalcázar de Sirga, que es lo que más me interesaba. Quería conocer Santa María La Blanca, una locura templaria del siglo XIII, con un pórtico escandaloso, dimensiones catedralicias y los receptores vibracionales y energéticos en cotas máximas. Allí compuso Alfonso X las cantigas de Santa María inspirándose en la imagen de su Virgen y, en una de las capillas, se encuentran los sepulcros del infante Felipe de Castilla –hijo de Fernando III, hermano de Alfonso X– que además de abad de nuestra olvidada Colegiata pucelana, se llegó a casar en la misma con Cristina, la hija del rey Haakon IV de Noruega, datos todos ellos que a los vallisoletanos nos dan exactamente igual y que, por ello, pasamos de señalizar en la Plaza de la Universidad, no sea que se enteren los que pasen por allí y la liemos. Los otros sepulcros de la capilla son de su segunda esposa y de un caballero de la Orden de Santiago. Y son también bellísimos, como su retablo, de Pedro Berruguete, del que sobran hasta los comentarios. No comprendo como puede haber cosas así en Castilla y que permanezcan desconocidas, olvidadas, rehusadas y ninguneadas hasta por nosotros mismos, que conocemos mejor Londres que el pueblo de nuestros abuelos. Ya planeo visitas a El Bierzo y a Burgos para seguir con este rollo tan Sociedad Castellana de Excursiones, de Narciso Alonso Cortés –habría que retomarla–. Pero ayer estuve en otra villa castellana, un poblachón de nombre Madrid, para ver la Galería de las Colecciones Reales, el proyecto museístico más importante en España en décadas y que expone el patrimonio de la Corona. El museo es imponente, su contenido abrumador y, desde luego, ya no es solo que merezca totalmente la visita, sino que, en sí mismo, justificaría todo un fin de semana. De vuelta a mi barrio, en medio de una sombra que tiene algo de redención, pienso en la pobre gente que estos días se abrasa en la playa y hace cola en chiringuitos con paellas fraudulentas y Lambrusco calentorro. Y no puedo evitar entrar a San Andrés a poner una vela para que Jesús los acompañe en su particular Camino del Calvario.
LA SOMBRA DEL BOLARDO
Aunque no hace falta salir de Valladolid para disfrutar de arte de primer nivel. En el Museo de Escultura, María Bolaños nos propone una interesante visión de los deshechos elevados a categoría de arte, que, en mi opinión tiene más de filosofía que de ecologismo. El museo como centro de protesta o lugar para el activismo no me interesa, pero cuando el museo se convierte en lugar de reflexión y no ofrece respuestas sino preguntas, adquiere una dimensión gigante que lleva al aprendizaje. María logra ser ese catalizador intelectual y artístico, como también lo logra Victoria Civera y su exposición 'El tiempo es circular en el silencio', en el Patio Herreriano. Una maravilla difícilmente clasificable. Pero mi obra favorita es, sin duda, la sombra del bolardo, que es alargada y que descansa en la puerta del Minuto en un alarde de creatividad e ingenio contenido. Recuerdo que en Caño Argales, en Tenerías y en Santa Cruz aparecieron hace no mucho otras intervenciones de arte urbano. Y los patitos aquellos que aparecieron desperdigados y un grafiti ciertamente interesante no recuerdo dónde. ¿Tenemos un o una Banksy local y no nos estamos enterando? Que siga, por Dios. Que tenemos todo un verano por delante para disfrutar de su talento.
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