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De repente, cuando esperaba que el charcutero, mientras andaba entretenido lamentándose del triste devenir del Pucela, me cortase unas lonchas de algo con que adornar ... la barra de pan, se ennegreció la mañana. En el mercado, expectantes, nos mirábamos aguardando esos segundos previos a la vuelta a la corriente normalidad, pero ya saben ustedes que los minutos se alargaron hasta vestir de horas. Una semana ha transcurrido. No se ha dejado de hablar, mucho blablá y poca aclaración que, al parecer, a (casi) nadie de los empeñados en perorar conviene: de un lado, por esconder responsabilidad; de otro, por esparcirla.
Una imagen de aquel rato se me ha grabado como definición, del momento y de tantos otros: un operario, supongo que de mantenimiento del mercado, esbozando un gesto sereno, una sonrisa aliviada, una laxitud delatora, recorrió los pasillos haciéndonos saber que no había luz en toda la calle. Vaya, que el marrón que minutos antes intuyó habría de tragarse se había disipado. «Escúchenme, a mí no me miren».
Los días transcurridos han desalentado a la razón. Ustedes ya lo saben, poco más puedo añadir, donde y cuando se requiere información precisa se superponen la prisa por exculpar y la premura por embarrar. Con un añadido, el recelo al conocimiento expresado. En este caso, no tanto por desprecio al saber, por la suplantación de la superchería, sino por el ruin ejercicio de aplicar interés al raciocinio, de dosificar la información técnica en pos del provecho de parte. Escucho argumentos como quien se topa con un médico a sueldo de una funeraria. Así, oigo análisis juiciosos, argumentados, con sólida base científica, pero que guardan ases para concluir lo que a priori sabes que, en función de la firma, van a concluir. Sea, en este caso, al respecto de la energía nuclear… o de las renovables.
Un último parecer. Hablamos de la luz, de que se fue… pero me da que el elemento distorsionador, tal vez porque el lapso no duró lo suficiente, no fue tanto la bombilla oscurecida como las conexiones interrumpidas.
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