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Digamos de principio que no es correcto. No está bien difundir conversaciones privadas, sean quienes sean los interlocutores, sin consentimiento de los interesados. No es ... suficiente que uno de los dos lo autorice, ni que el otro, o ambos, tengan o hayan tenido relevancia pública. No está bien, en ningún caso. Nuestra Constitución, tan invocada para tantas cosas, es muy explícita en esto: el artículo 18 empieza garantizando el derecho al honor, a la intimidad personal y a la propia imagen, y añade a ello el secreto de las comunicaciones y, en especial, de las postales, telegráficas y telefónicas, salvo resolución judicial; también precisa que la ley limitará el uso de la informática para garantizar el honor y la intimidad personal y familiar de los ciudadanos y el pleno ejercicio de sus derechos. Es, incluso, un texto avanzado para su época. Claro que entonces no había móviles, ni redes sociales, ni vías de comunicación rápida y directa, con escritura digital, como son los actuales wasaps. Pero su espíritu es claro; mencionaba expresamente lo que había entonces: cartas, telegramas, llamadas telefónicas, hasta la incipiente informática; lo que es un indicio suficiente de que se trataba de proteger el fondo, la intimidad, con independencia del medio por el que se manifestara.
Con igual énfasis hay que decir que el medio de comunicación que difunde lo que le llega espontáneamente, o lo que obtiene de otro modo, tiene también su grado de protección jurídica, sea cual sea la opinión y la valoración que a cada uno le merezca la decisión de publicar el sensible material. Se suele alegar que la relevancia pública de los afectados, o de alguno de ellos al menos, lo justifica, por el interés que pueda tener el conocimiento del contenido de los mensajes; pero también de forma explícita la Constitución, en su artículo 20, reconoce y ampara como derecho fundamental el de comunicar y recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión, con expresa mención de los dos instrumentos que protegen la labor periodística, que son la cláusula de conciencia, para no verse obligado a escribir contra sus convicciones, y el secreto profesional, para no verse obligado a revelar las fuentes de información, ni siquiera por exigencia judicial.
Pues ahí estamos, en medio de estos dos polos de atracción, de innegable fuerza jurídica cada uno de ellos. Y es ahí, justamente ahí, donde se mueve la política, nada dispuesta a someterse a reglas jurídicas, sino más bien a la conveniencia de parte. De manera que uno alega el respeto a la intimidad y otro la libertad de información, y ambos tienen su parte de razón.
Ese conflicto, en todo caso, no es nuevo. La casuística de la intromisión en el ámbito de las conversaciones privadas es antigua e inagotable. En su tiempo se leían cartas ajenas emitidas en papel traslúcido con bastante facilidad, o más modernamente, con algo parecido a los rayos x; también se interceptaban telegramas, se grababan conversaciones telefónicas, o se filtraban conversaciones obtenidas con mandato judicial de intervención del teléfono para una investigación. Algunos todavía recordarán aquellas famosas motorolas que se podían acoplar en un coche para hablar a distancia, con el riesgo de que un simple radioaficionado podía captar al azar y grabar cualquier diálogo que transcurriera cerca de su rudimentaria emisora.
Hoy todo es distinto, y más sofisticado. Una grabadora imperceptible, un teléfono oculto, un micrófono abierto, te pueden sorprender en cualquier momento. Pero también una persona, en la que creías confiar y con la que te manifestabas de manera espontánea, ha podido estar almacenando mensajes de wasap durante años, tal vez pensando que algún día podría necesitarlos, si temía llegar a encontrarse en situación complicada. ¿Con qué motivo o para qué fin?, ¿para amenazar, para chantajear, para vengarse de algo? Esto parece ser lo propio del caso que ha llamado tanto la atención últimamente, porque no es una filtración o una obtención ilícita lo que hay, sino que uno de los intervinientes en las conversaciones ha podido ser el agente activo y voluntario de su difusión, con todo lo que ello implica. Él mismo ha venido a reconocerlo, aunque aún no se haya manifestado sobre los objetivos perseguidos.
Ocurre entonces que, más allá de que tal difusión no sea precisamente un hecho edificante, una vez publicados y conocidos los mensajes, ya están ahí, y ya no hay remedio. Vienen a ser como el agua derramada; empapa lo que hay alrededor y es imposible volverla al vaso. Cada uno ha podido hacerse una idea y tener una opinión. En ese ámbito de la conversación privada, que uno no piensa que vaya a trascender, cualquiera se manifiesta con más espontaneidad, más sinceridad y menos filtros que si fuera a hacer una declaración pública, o si estuviera siendo escuchado por terceros; ocurre, además, que una misma expresión, pronunciada oralmente en el contexto de una conversación, tiene otro sentido si queda escrita para el futuro; de manera que esos mensajes pueden definir con más certeza la personalidad, el carácter y la actitud de quien los emite, y es eso mismo lo que termina por ofrecer interés, aunque en su contenido no haya otros aspectos de mayor relevancia política o jurídica.
Veremos, pues, si hay más madera, si hay una estrategia de ir elevando el tono con el material disponible, o si la intención se agota en el desprestigio. Por la experiencia de otros precedentes, todo es posible. Pero de lo que no hay duda es de que las reacciones respectivas se repetirán, exactamente invertidas, según quien sea el afectado o el destinatario. Hoy le toca a una parte, que se rasga las vestiduras invocando la privacidad, mientras que la otra parte exhibe jolgorio y aplaude con fruición, alegando la libre circulación de las noticias. No hace mucho ocurría exactamente lo contrario, cuando los sms difundidos tenían otro origen político. Yo no recuerdo que el supuestamente beneficiado hiciese entonces mención de la garantía de la intimidad del adversario, ni que éste, el supuestamente perjudicado, reconociese que la libertad de información, así entendida, tuviese estos inconvenientes. Y no hay en esto causa de justificación por el hecho de que el difundido sea, o pueda ser, un malvado. Incluso los malvados tienen derecho a la protección de su intimidad, como también puede afectarles la libertad de publicar la información obtenida. A ver quién tira la primera piedra en este escenario.
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