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La transgresión es un impulso que crece en los bordes del deseo, del placer y del progreso. Su inclinación natural, pese a la mala imagen ... que acompaña al término, es promover el cambio, la novedad y la disidencia. Y eso es bastante bueno. A mí me atrae lo transgresivo, quizá porque pertenezco a la generación 'boomer' y me he acostumbrado a disfrutar de las innovaciones y a dejarme llevar por una ola que crece hacia lo alto y se asoma al horizonte. Probablemente haya otras razones personales para justificar este gusto por lo loco y discordante, pero el espacio que ocupo en este periódico decano no da para indagar estas cuestiones, ni tampoco hoy me apetece.
Me gusta sobre todo aprobar la transgresión en el espíritu o en la conducta de los demás. Yo la practico poco, pero me inclino siempre por comprenderla y apoyarla en lo que haga falta. Esta disposición es meramente estratégica, pues coincido con otros muchos a la hora de entender que, sin cierto componente transgresor y creativo, el deseo se estanca, con todos los inconvenientes que se nos pueden venir encima si se empantana. Los prejuicios bien anclados y huérfanos de transgresión son conservadores y, como sabemos o deberíamos saber, son un manantial permanente de perjuicios.
No obstante, la idea transgresora que aplaudo, poco o nada tiene que ver con la perversión, que es un empuje morboso hacia el autoritarismo y el mal. Así como el perverso sueña con dominar a todos y ejercer el poder para normalizar a su modo la sociedad, el transgresor apuesta por la individualidad. De él podemos esperar que sepa cuidar nuestra soledad, que es la tarea principal del amor. Pero es inútil aguardar esta custodia de la mano del perverso, al que le sucede, como a los ángeles y demonios, que no sabe disfrutar de la vida solitaria. Esos ingenios sutiles, que nos han acompañado durante tantos siglos, hasta que el laicismo los ha arrinconado en un lugar inaccesible de la conciencia, carecían de tiempo libre para ellos mismos y estaban condenados a una compañía continua, ya fuera de almas compasivas o de inteligencias malévolas.
Ahora bien, de igual modo que la transgresión y la perversión se oponen entre sí, lo mismos sucede entre la transgresión y la regresión. Hoy asistimos a una ola regresiva que derriba por los suelos los valores de verdad, libertad y solidaridad en los que tanto y tan ciegamente habíamos confiado. La verdad, quizá por el exceso de información, se desmiembra en miles de pequeñas y aparentes verdades que es imposible contrastar; la libertad, por su parte, se defiende restringida a unos pocos, dando al traste con el axioma de que uno no llega a ser verdaderamente libre mientras alguien no lo sea; y la solidaridad, finalmente, solo se aplica a quienes coinciden en raza, idioma y clase social, en tanto que se extranjeriza al resto y se les intenta ubicar fuera de lugar.
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Hay quien defiende que estos cambios regresivos son realmente revolucionarios y transgresores, gestando una amalgama que, como vemos a diario, atrae a mucha gente. Cada vez a más. Pero lo que hace sospechoso a este movimiento, aparte de que sus medios violentos envilecen los fines que propone, es que no se trata de un ir sino de un volver y regresar. Volver a hacer grande el país, a rescatar la moral estoica, tan nudosa y encorsetada, o a soñar con los ideales románticos, que prometen todo y se resuelven en nada. Ya no se reclama tanto la construcción de un 'hombre nuevo', según se instaba en mi juventud, como se propone resucitar al hombre antiguo caiga quien caiga. Ago huele a cadáver en el interior de estos cambios, que atufan a pulsión de muerte y a repetición malsana.
El pasado no es una dimensión a la que se pueda regresar sin caer en la farsa, el ridículo y la amenaza. El tiempo mira hacia adelante y castiga a quien no sigue su mirada. En realidad, el pasado solo admite el recuerdo, no la vuelta atrás. Nos propone 're-cordar', que etimológicamente es volver al corazón, es decir, a la humanidad.
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