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La voz 'resistencia' cuenta con dos significados opuestos: el de rendición y el de progreso. Con el fin de evitar el primero nos preparamos para ... soportar y sufrir sin desmayo, lo que hoy consiste en esperar con energía a que pase la ola de totalitarismo y que los autócratas retornen a su nicho natural de rabia y resentimiento. No rendirse es nuestro plan y nos sirve de guía. Pero también nos disponemos a renunciar temporalmente y por causa mayor al progreso. Desistimos con determinación a avanzar, aunque lo hagamos algo amargados por no poder aventurarnos a descubrir el mundo que nos reclama por fuera de las trincheras. La palabra que mejor refleja nuestra delicada situación es la de asedio. El enemigo fascistoide nos sitia y acorrala, a la espera de que nos falte el agua y les tributemos pleitesía monárquica. Pero sus ilusiones son vanas.
El dictador desconoce que el deseo contiene dos vectores. Uno, esencial, que empuja hacia lo nuevo, a favor de lo otro, de lo que nos falta, a recuperar lo perdido en cada duelo, a trasgredir y promiscuar de continuo. Este elemento, es cierto, nos le puede amputar parcialmente y reducirnos a un presente nostálgico que prolonga su espera indefinida a las puertas del futuro. Pero el deseo también se sostiene en la tarea de guardar lo que se posee, de conservar la posición, de cuidar y retener a quien se tiene al lado y te acompaña. El primero es un vector de enamoramiento, el segundo de amor. El tirano ignora que, por resistentes, nos condena a amarnos y que si amamos vencemos. Así lo entendió en 1990 el movimiento 'Queer Nation' en un célebre manifiesto en defensa de los derechos de las personas homosexuales: «Y somos un ejército de amantes porque somos nosotros quienes sabemos lo que es el amor. El deseo y también la lujuria. Lo inventamos nosotros. Salimos del armario, afrontamos el rechazo de la sociedad, nos enfrentamos a los pelotones de fusilamiento, ¡solo para amarnos! Cada vez que follamos, vencemos».
Resistir es amar y amar es vencer. Sin embargo, no es real ni justo el reparto que atribuye el enamoramiento a la juventud y el amor a la vejez. O no lo es del todo. Estos prorrateos tan categóricos y binarios conducen a lo que hoy llaman edadismo. Una palabra especialmente fea y acomplejada. Una más dentro de la inclinación actual a bautizar palabras con ese sufijo, como si con ello se ganara precisión, en vez de caer en la ambigüedad que acompaña a todo lo superlativo y efímero. No es correcto el reparto porque en la vejez puede despertarse el enamoramiento, como en la juventud puede hacerlo un amor cerrado, posesivo y exclusivo. A la postre, estas reducciones nos recuerdan otros antagonismos febriles y trasnochados, como el que atribuye a la mujer las propiedades accesorias y secundarias, y al varón la principales y primarias. Según esta división sangrante, la mujer es monógama, receptiva, pasiva, familiar, natural, irresponsable e inmanente, mientras que el varón es polígamo, agresivo, activo, social, creativo, responsable y trascendente.
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Tampoco aporta mucho a la cuestión si se confunde la resistencia con la resiliencia, que se define como la capacidad para adaptarse a situaciones adversas o desfavorables. La resistencia va más allá. No es una habilidad de adaptación sino una refriega. Incluso la llamada resistencia pasiva es implícitamente una declaración de guerra. Es un enfrentamiento que elige otro campo de batalla y que no renuncia nunca a ser lo que es en el fondo, una figura de choque y pelea.
Porque el amor es una expresión del poder, pero no del poder por el poder, tan propio del déspota, que ejerce su fuerza sin ningún parapeto moral, sin ideales ni nobleza. El amor, en cambio, es una forma de poder que aúna a las personas y las reúne bajo un proyecto común de simetría e igualdad. Lo mismo si se trata de un grupo de dos como de una comunidad entera. Para ser libre se necesita fuerza y violencia. Resistir es servirse del amor como fortaleza.
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