Recuerdos del olvido
«Nada nos hace más sabios que reconocer con agrado todo lo que de nosotros mismos ignoramos»
El psicoanálisis descubrió que no somos enteramente dueños de nuestros deseos, algo que, imprecisamente, se sabía desde la Antigüedad. Hoy, ya más seguros, reconocemos que ... el palpitar de caprichos y anhelos que nos guía por la vida proviene en gran parte del inconsciente, que es la instancia secreta que gobierna la conciencia desde el silencio y la oscuridad. Sin embargo, en el presente, cuando más o menos reconocemos el esfuerzo que dedicamos a ocultar en los sótanos del espíritu muchos propósitos dolorosos que nos cuesta tolerar, ha surgido una nueva penumbra. Desde hace unas décadas tratan de inculcarnos que una buena parte de nuestros deseos no nacen de nosotros mismos, de nuestro bagaje experiencial, ya sea consciente o inconsciente, voluntario o involuntario, sino que son un injerto directo de la familia o de la sociedad. Lo llaman performatividad y responde a un forma nueva de inconsciente cultural, que consiste en un apelotonamiento ciego de deseos que ni siquiera provienen de la práctica personal sino de la de los demás. Cuesta asimilar esta nueva demostración de que nuestra libertad está muy reducida sin que por ello, curiosamente, disminuya la responsabilidad. Pues basta que algo trascienda a la conciencia, aunque sea una pequeña superficie de la realidad, para que tengamos que dar cuenta de las propias acciones en su totalidad. Ni la ignorancia sobre el origen de nuestras intenciones nos libra del pecado, ni tampoco el desconocimiento de las leyes nos exime de su observancia.
Quizá esta nueva jaula performativa de imposición y silencio, que se suma a la freudiana inicial, que pese a su ya larga historia tanto nos cuesta aceptar, anuncie con su cadencia secular que otra prisión vendrá pronto a cegar nuestra conciencia. No sabemos por dónde llegará, aunque podemos estar seguros de que cuando comparezca nos sorprenderá. Por si acaso, no está de más irse preparando para su aparición. Y no es mala medida, en este sentido, traer a colación que ya Temístocles, según refiere Cicerón en 'Académicos', no quería maestros de la memoria sino del olvido. Este aprendizaje, precisamente, nos puede ir vacunando sobre el olvido que hayamos de descubrir, porque la ciencia avanza aumentando su saber, pero la subjetividad se ensancha y crece a fuerza de ignorar. Esta afirmación puede resultar paradójica, pero no lo es de ningún modo, pues nada nos hace más sabios que reconocer con agrado todo lo que de nosotros mismos ignoramos.
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Es cierto que la vida se vuelve más agradable y dichosa cuando se sabe olvidar. Sin embargo, este tipo de frases, que nos deslumbran momentáneamente con un fogonazo inesperado, pueden inspirar un cambio de perspectiva por alumbrar el lado no visible de las cosas, pero su efecto es temporal. Pronto nos damos cuenta de que tampoco resuelven el problema ni son la clave definitiva para enfrentarnos a la dificultad de vivir. Olvidar, y sobre todo olvidar a tiempo, es necesario pero no es suficiente.
A fin de cuentas, el inconsciente se ha definido curiosamente como aquello que no podemos olvidar aunque no lo recordemos. Su oscuridad está siempre presente ante nosotros, advirtiéndonos de que, por almacenar a la fuerza las desdichas que nos amenazan y reducirlas en una estrecha estancia, no dejan de molestar. Los olvidos tienen buena memoria e intentan reconquistar la conciencia en cuanto pueden. Y aunque en la mayor parte de los casos no lo logren de un modo positivo, se van a hacer notar generando angustia e incertidumbre sin que sepamos su origen ni las razones por las que causan tanta incomodidad. La angustia moderna, la angustia existencial, fue definida inicialmente como miedo a la nada, y esa nada es el resto anónimo de algo muy concreto que se resiste a nuestro conocimiento en forma de olvido. Me angustio porque me pesa el olvido que no dejo de recordar. Con esta contorsión de la memoria intentamos barrer de la conciencia los malos tragos pero perdemos la serenidad.
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