Dar la palabra
Con la edad te vas volviendo mucho más experto en esa actividad, tan curiosa y vital a la vez, que consiste en barrer la cabeza para recoger las palabras que se resisten
Algunos usos de la palabra, desaparecidos o casi desaparecidos, despiertan mucha nostalgia. Recuerdo que mis padres, al hilo de un conflicto de alquileres con el ... dueño del piso, una vez llegados a un acuerdo solo obtuvieron como documento acreditativo esta respuesta solemne: «Tienen mi palabra». Nadie dudaba entonces de la idoneidad del procedimiento, incluso en estos dominios legales donde los arrepentimientos parecen inevitables. Hoy el gesto de dar la palabra, más allá de su uso formal para ceder la voz a quien corresponda por turno, solo tiene utilidad moral en el ámbito privado. Aun así, pese a la restricción sufrida, sigue siendo bello y tranquilizador escuchar a la gente decir «te doy mi palabra», «palabra de honor» o «no faltaré a mi palabra», como garantía de verdad y testimonio de la promesa formulada.
En todo caso, la palabra lo es todo y no es nada. Su fuerza nace precisamente de la intrínseca debilidad de la que hace gala, pues las palabras se olvidan fácilmente si no se documentan o si se multiplican sin control, y es notorio el uso frecuente y fácil de palabras imprecisas, de medias palabras o de buenas palabras, corteses pero vacías. Sin embargo, no hay nada más poderoso. El admirado lingüista Émile Benveniste se refirió a su secreto poder con esta descripción admirable: «Sucesión de ruiditos vocales que se desvanecen no bien emitidos, no bien percibidos, pero todo el alma se exalta, y las generaciones los repiten, y cuantas veces la palabra despliega el acontecimiento, vuelve a comenzar el mundo. Ningún poder igualará nunca a este que hace tanto con tan poco».
Son muchos los placeres que despierta su presencia, como el de escuchar palabras amigas o simplemente rodearse y embadurnarse con ellas, igual que agrada chapurrearlas hasta que las dominas o escribirlas para añadirlas, a base de letras y rayas, más realidad y más materia. Así que, cuando hay ausencia o carestía de palabras, es lógico pensar que algo no marcha. Dicen que así acontece en la juventud actual, de la que se afirma tajantemente que es indigente verbal, aunque estas declaraciones generales son poco fiables. Es difícil distinguir en cada caso concreto si las frases son pobres o parcas.
La pobreza más llamativa de palabras se da en dos experiencias centrales de la vida, como son la vejez y la locura. Es llamativo que cuando vas cumpliendo años las palabras remolonean y les cuesta arrancar de su estancia verbal o de su butaca literaria. Si las reclamas permanecen en silencio y tienden a llegar tarde, cuando ya no las necesitas o has optado por tirar de alguna compañera más dócil y dispuesta. Sucede en especial con los nombres propios, que poseen una vanidad especial, son algo caprichosos y se resisten a obedecer de cualquier modo. En estos casos, lo mejor es no forzarlas, para no irritarlas e incrementar su renuencia o su desgana. Es preferible hacer un circunloquio en torno al pensamiento que transportan y provocarlas con nuestra indiferencia, aunque no es raro que adivinen la trampa y se venguen después apareciendo a destiempo, cuando ya no las necesitas ni las convocas para nada. Con la edad te vas volviendo mucho más experto en esa actividad, tan curiosa y vital a la vez, que consiste en barrer la cabeza para recoger las palabras que se resisten y que encuentras tiradas por el suelo, como hojas caídas en el otoño de la conciencia.
Al loco le sucede algo parecido pero diferente, que es un oxímoron muy propio de las formas más esquivas de locura, donde se concilia con facilidad lo igual con lo distinto. En su caso, las palabras no gandulean sino que han hecho crac y los significados vagan por la cabeza sin tener significantes donde agarrarse para detener la corriente atropellada de ideas. Cuando esto acontece se oyen voces y hay que inventarse palabras incomprensibles y muy personales para salir del desconcierto y al menos, en los momentos más difíciles, recurrir a un lenguaje nuevo, distintivo y suficiente que te saque del atolladero.
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