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Por mucho que lo intentemos, no llegamos a concluir nada firme ni seguro sobre la disposición temperamental de los mortales. Unas veces los creemos hoscos, ... displicentes e incluso violentos o muy violentos, mientras que otras, más positivas, damos cuenta de una común simpatía, generosidad y ganas de agradar por encima de todo. Si me guío por mi experiencia personal, diría que las fuerzas están bastante igualadas y las personas afables me resultan tan numerosas como las ceñudas y hurañas. Quizá mi impresión no fuera tan optimista si se me preguntara sobre la abundancia de sujetos egoístas o cargantes, que juzgo como una especie inextinguible y dominante.
Llama la atención, en cualquier caso, la infinidad de miembros desabridos de la comunidad que sucumben a la tentación de mostrarse desagradables. De inmediato nos preguntamos sobre la causa que los empuja a esta oscura actitud, que a primera vista es más costosa y forzada que la amabilidad natural. Observaba al respecto hace unos días, entre estación y estación del metro madrileño, la cara de los viajeros y me sorprendía el gran número de fisonomías que anunciaban aspereza y resentimiento. Como si todos los viajeros estuvieran enfadados con el mundo o, al menos, con la capital de España.
Soy de los que creen que esta actitud arisca o potencialmente agresiva responde a un síndrome carencial que nos identifica como seres humanos. Al venir al mundo carecemos de todo. Nacemos desvalidos y sometidos a una indefensión y desamparo absolutos. Quedamos sujetos a un abandono del que solo nos rescata la solicitud de quien nos cuida, consuela y amamanta. Es lógico pensar, por lo tanto, que para salvarse de tan cruda indigencia a unos les tocan las cartas buenas y a otros las malas. Los primeros se sostienen en compañía de unos padres sanos, de vida interior afectuosa y bien nutrida de aspiraciones y deseos. Padres que, sin ausencias prolongadas, ni grandes oscilaciones emocionales, ni profundas crisis personales, acompañan nuestro crecimiento y van abriendo la puerta por donde saben que escaparemos y les daremos la espalda. Los segundos, menos afortunados, reciben atenciones precarias y padecen de los efectos de un amor escaso o, lo que resulta peor, dispensado a saltos incoherentes. El poco afecto que por lo demás llega a los interesados es de mala calidad o ausente.
Con todo, los agraciados, los que han recibido lo necesario, se sienten deudores con la vida y sus congéneres. Viven en deuda con los demás, se muestran contentos y se presentan inevitablemente ante la gente con ganas de agradar. Intuyen que con esa actitud no hacen sino devolver lo recibido, al tiempo que, astutamente y gracias a su cordialidad, siguen despertando la simpatía del prójimo y la ayuda que prolonga el buen acogimiento original. No nos cuesta mucho añadir que, como deudores apercibidos, se incorporan a la moral y a las leyes de la restitución y la hospitalidad.
En cambio, los desafortunados en el reparto, viven como acreedores insaciables, condenados a reclamar de por vida y sin ton ni son lo no recibido de la familia o mal asumido por su parte. Su destino consiste en ponerle al mundo mala cara y ampliar así con su gesto la población que se siente rechazada y amargada. Se regodean sintiéndose víctimas y comportándose como potenciales victimarios de quienes los acompañan. Se erigen, igualmente, en personas condenadas a no saber acercarse al corazón ajeno sin herirlo o romperlo, como si en el camino de la vida hubieran perdido la delicadeza y el buen hacer de los sentimientos. Y se convierten, a la postre, en sujetos obligados a repetir con sus hijos lo mismo que han hecho con ellos.
Con antigua pero arraigada mentalidad, solía comentar mi madre cuando veía salir a sus hijos descamisados y con mala traza, que de joven uno se arregla para agradar y de mayor para no desagradar. Hay algo en esa enseñanza que nos obliga a sonreir y,en el peor de los casos, a retirarnos lo antes posible de las malas compañías para no refunfuñar.
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