Epifanía de lo imprescindible
«La auténtica magia de una cabalgata no puede suplirse con cualquier ocurrencia»
Ayer no hubo tensa espera en la curva que cobra todo su sentido durante desfiles, procesiones y manifestaciones que se forma entre la calle Miguel ... Íscar y la Plaza España para enfilar debidamente su recorrido por la de Duque de la Victoria. Allí, apostados entre taconazos contra el frío y sentadillas de bordillo, ha habido a lo largo de los años miles de niños de los de hoy, protegidos y acompañados por miles de niños de los de ayer que, como escribió Elena Santiago, tienen «la infancia llena de gatos»; adustos y venerables vecinos en tumulto, cegados eventualmente por huellas dactilares diminutas que habrían de permanecer estampadas sobre sus lentes progresivas con restos de caramelo hasta llegar a casa.
Y aunque han sido tantas cabalgatas que vencen al tiempo y a las generaciones, yo me quedaré siempre con las que dibujaba como nadie con su talento y pericia de dramaturgo Mario Pérez Tapanes, el mejor maestro de ceremonias que pudo tener una ciudad, el artífice de cuantos tinglados teatrales y juguetones ha puesto en marcha Valladolid. Sus cabalgatas, por supuesto, no han sido las de mi infancia, que apenas recuerdo y que me vienen difusas en una limitada gama cromática de grises fríos. No. Las cabalgatas que me subyugan son las que he vivido como padre porteador de niña a hombros, es decir, las que me han concernido realmente y me han hecho responsable de los recuerdos que ella finalmente haya tenido oportunidad de atesorar.
Y de ellas apenas recuerdo la contingencia de los reyes o sus séquitos, sino la liturgia majestuosa de la dádiva. Si durante esas noches mágicas todos hemos presenciado milagros pequeños y puntuales que no cabrían en las hagiografías más detalladas —reumatismos asintomáticos, lumbares insensibles, artrosis pospuestas— el grandioso, el inconmensurable milagro que tenía lugar mientras el gentío se afanaba en recoger el maná de los magos era la naturaleza ritual y poderosa que marca semejante representación de la que todos formamos parte indispensable. El oro ha sido siempre para los privilegiados, el incienso para los místicos y la mirra para los narcisos, pero los caramelos caídos del cielo son un cantar simbólico universal; uno de esos prodigios que ha de reposar en la memoria y repetirse como una salmodia llena de sabiduría. La pedrea dulce es un reparto azaroso y justo que añade un plus meritorio a la recompensa de quienes suman generosos su esfuerzo y su sacrificio a la oportunidad, su trabajo y su adiestramiento a la suerte. Jiménez Lozano propició que Hegel —un mago más, junto a Descartes, Pascal o Espinoza— entregara al niño Jesús su 'Fenomenología del espíritu', que viene a hacer el mismo efecto que una pedrea indiscriminada de caramelos, pero sin riesgo de cariar a las personas. Lozano añadió entre los regalos conocidos la lluvia de caramelos vista por Hegel para convertirlo en humano. Al margen del oro, del incienso y de la mirra, la sabiduría que cae a puñados del cielo está lista para todo aquel que quiera hacer el esfuerzo de tomarla. La fortuna, a menudo, se nos manifiesta de igual modo, como un aguacero que solo cunde en terreno cuidado y trabajado.
Este año en que la pedrea venía envenenada, este enero en que el reparto indiscriminado habría de caer como una losa sobre los niños más grandes, aquellos que ya portan bifocales y reumatismos y lumbares y artrosis listas para un milagro, se suspendió la dádiva, se pospuso el auto de júbilo, la lección sobre los auténticos regalos. La magia no se oculta en el apaño de las visitas concertadas y mucho menos en el despropósito de los filtros que marque un padrón. La magia de la cabalgata siempre ha estado en los brazos abiertos de los niños.
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