Nuestros empresarios

Un pueblo vallisoletano y víspera de Reyes en un gran restaurante cerca de la carretera: Santos, mi mujer y yo nos regalamos una comida que ya quisieran sus majestades. Pero el banquete se torció a los postres, y no porque fallaran las suculencias, sino porque el dueño puso sobre la mesa el contrapunto de la realidad.

«En estas navidades», empezó, «me han robado dos veces». «¿Os pongo la película?», continuó, «todo está grabado porque los ladrones ni se molestan en desconectar las cámaras». «¿Y la Guardia Civil?», pregunté. «Pues nada, como actúan enmascarados no los identifican, así que toman nota y se van».

«Se van, pero vuelven», continuó. «¿Los guardias o los cacos?», quise aclarar. «Pues de momento los guardias, los cacos estarán al caer». Regresaron dos veces y le soplaron sendas multas al endosarle la irresponsabilidad de comensales que infringían las normas de seguridad, multas equivalentes a doscientos menús. Y ayer le notificaron que unos magrebíes habían okupado el apartamento que tiene en la playa.

Curra desde los trece años, aguanta como puede, ha mantenido los puestos de trabajo («hay camareros que llevan conmigo toda la vida, cómo voy a despedirlos») y apenas se alivia con unos eres por turno de los que los trabajadores únicamente cobran su parte, porque el gobierno no paga la suya.

O sea, ese empresario, como el común de nuestros empresarios con locales cerca de las carreteras, está desprotegido frente al robo, indefenso ante los okupas, cosido a multas y acosado de impuestos. Desolador.