De La Rondilla a la Ronda del Carmen
«En la misma calle de las Angustias, me demoré unos minutos bajo la luz blanca del Teatro Calderón para leer una placa que rezaba: 'Mamá, yo quiero ser artista' y en ella un nombre: Concha Velasco. Bajé la mirada hasta mis pies y en el reflejo de esas baldosas siempre inmaculadas recordé a Doña Inés y a Teresa la Grande»
Diego Chiaramoni
Miércoles, 6 de diciembre 2023, 00:13
Nuestros sueños son toda una mitología y suelen macerar en cuencos de barro, pues de esa misma materia prima estamos hechos. La fragilidad no siempre ... es límite, a veces es epifanía. De las cenizas de un dolor yo he tejido la urdimbre de un sueño, como el polvo gris del miércoles que inaugura la cuaresma, ese camino que señala la cruz, pero anuncia la resurrección.
Mi sueño era violáceo, como la luz del vino y la estola penitencial. Violáceo, como una densa bruma que a veces cubre las aguas del mar, como la flor del jacarandá que crece en mi tierra argentina, como aquella lavanda que tiñe el campo castellano; en fin, como el color de la casaca del Real Valladolid.
Llegué a Pucela un mediodía de finales de mayo, desde Madrid, porque mi sueño no iba de la periferia al centro, sino al revés, porque es a la vera de los caminos silenciosos donde se revelan las grandes pasiones. Cruzamos con el autobús, los densos grises de las sierras de Guadarrama, una inmensa cruz rasgando los cielos, las rojas amapolas cantando la primavera, una antigua Azucarera, una fonda derruida evocando al Caballero de Olmedo. Y en la tierra cuyo corazón abre en dos el Pisuerga, me esperaba una lluvia suave –casi bautismal–, el abrazo de un amigo y el barrio de La Rondilla.
Desde allí bajaba por el cauce de sus calles que son como ríos que convergen en el remanso carmesí de su Plaza Mayor. Unas veces por San Pablo porque la belleza invita a la genuflexión, otras veces por la Calle de Torrecilla para voltear el rostro hacia la derecha y observar a Don Juan, siempre espiando los jardines de la casa de su padre literario. La bocacalle, la Fundación Miguel Delibes y la sombra fresca de ese camino encajonado entre edificios hasta las Angustias. Era girar a la izquierda y divisar el Santo Cristo en las alturas, presidiendo la Inconclusa, tan bella como la Sinfonía de Schubert, pero de piedra casi blanca.
Me gustaba bajar por la calle de las Angustias, tomar por Bajada de la Libertad para poder besar con la mirada a La Antigua allí a la izquierda y cruzar la angosta arteria que esconde uno de los cauces de la Esgueva, a la vera de la Taberna La Acequia, donde Camarón, detrás de un vidrio enmarcado, bebía conmigo el último clarete de la tarde. Entonces sí, allí abajo la Fuente Dorada, una hilera de árboles brotando desde el cemento y el puerto final en la Plaza Mayor donde el cielo parece siempre más azul y convive un ida y vuelta de aromas y palabras que cruzan desde el Lion D'or hasta el Café del Norte. Luego, la Calle de Santiago, única, maravillosa, con José Zorrilla al fondo ascendido a los cielos. La Acera de Recoletos y Don Miguel envuelto en su gabán, hecho de dolor y de tinta. Yo he 'callejeado' Valladolid y cada centímetro huele a historia grande y a sueño cumplido.
Una noche, al volver en tren desde Burgos, volví a realizar una parábola callejera antes de entrar en La Rondilla. En la misma Calle de las Angustias, me demoré unos minutos bajo la luz blanca del Teatro Calderón para leer una placa que rezaba: «Mamá, yo quiero ser artista» y en ella un nombre: Concha Velasco. Bajé la mirada hasta mis pies y en el reflejo de esas baldosas siempre inmaculadas recordé a Doña Inés y a Teresa la Grande. Allí anudé el recuerdo con el arte y dije: «Vaya, también esta mujer es de Valladolid» y me perdí luego en la colmena del barrio teresiano.
Hoy amanecí con la noticia de la partida de aquella 'Muchachita de Valladolid'. Pude ver al Pucela luciendo brazalete negro, a sus paisanos con flores en las manos vivando su nombre, y luego, un llanto de violines en la Catedral y un final de viaje en la verde paz del Cementerio del Carmen. Algunos se disputarán a Conchita por miserias políticas, otros por su relación con Madrid, aquel rompeolas de España hacia el que partió también Paco Umbral, una mañana, para tocar sus solos de Olivetti. Creo, que Velasco jamás olvidó a su tierra y por ello el aplauso de su gente es un acto de justicia.
Cuando regrese a Pucela, Dios quiera pueda ser pronto, iré al Carmen por la misma calle llena de flores rojas, con mi mate a cuestas y saboreando el bendito pan castellano. Le daré de comer a los patos en el mismo canal que cruza la Avenida y ya dentro Cementerio, en el panteón de ilustres junto a otros hijos pródigos de Valladolid, cerraré los ojos e imaginaré a una mujer transfigurada completando la ronda en el cielo.
Ahora se, que, de La Rondilla a la ronda del Carmen, mi camino guardará un nuevo nombre: Concha Velasco, D.E.P.
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